Hoy
“la manca”, sentada en un banco del muelle, cierra los ojos
mientras el sol se posa sobre su curtida piel y visualiza la imagen
de sus antepasados recibiendo aquellas traineras llenas de pescado.
Recuerda
duros momentos vividos en ese mismo lugar; como cuando su madre supo
que su querido esposo no volvería mas. Días de algarabía y fiesta
en torno a la imagen de la virgen del Carmen. Cientos de escenas, de
personas, de detalles que la hacen sonreír o entristecerse de igual
manera. No obstante sigue recordando y, busca y rebusca más en su
memoria, repasando con agrado desordenados pensamientos que asoman.
Ahora
ya era mayor. La vida y las condiciones en las que trabajó desde
niña, habían hecho mella y poco a poco minaron problemas de salud
que solventaba como podía.
Sus
huesos estaban resentidos y frágiles, “la manca” siempre fue una
mujer trabajadora y fuerte y eso al final, se paga.
El
apodo la venía dado por su bisabuelo; un pescador experimentado en
la mar pero carente de artes de lucha lo cual, le hizo perder su mano
izquierda en una reyerta.
Ese
suceso le proporcionó el sobrenombre y Antonia, que así se llamaba
pero, en escasas ocasiones, escuchaba su nombre en boca alguna, para
todos y desde siempre fue “la manca”.
Los
largos, húmedos y fríos inviernos del Cantábrico, habían calado
en ella, y los años no pasaron en balde, la mujer fue perdiendo
agilidad en sus manos, donde la imagen de unos dedos totalmente
anómalos producto de la artrosis, no la permitían desarrollar su
trabajo de redera con la misma agilidad y destreza que cuando era
joven. Este trabajo desempeñado durante más de treinta años,
había entumeciendo y deformado sus dedos. Además, su espalda
dolorida por la posición adoptada tanto tiempo, acompañada de la
humedad constante que la cercanía del mar proporcionaba, no permitió
a “la manca” seguir sentada sobre el suelo soportando diariamente
las pesadas redes sobre sus piernas en tal postura, que a medida que
la jornada transcurría, encorvaba su columna. El gesto monótono y
repetitivo de acercarse la red hasta sus manos y pasar la larga aguja
con hilo entre las mallas de ambos extremos de la rotura, era un
trabajo para el que muy a su pesar dejó de estar capacitada.
Pero
esa dura faena, la proporcionó libertad. El salario era variable,
ya que dependía del rendimiento pero, aún siendo escaso, sirvió
para ir comiendo. El horario no estaba sujeto lo cual, la permitía
desarrollar otras labores.
Tuvo
que dejar de coser redes pero nunca de trabajar, y así de un día
para otro “la manca” optó por la venta de pescado ambulante.
Cada
mañana el mismo ritual. A las puertas de la Almotacenía, después
de escoger el género, enroscaba su pañuelo haciendo con él una
especie de almohadilla y le colocaba en lo alto de su cabeza; luego,
cogía el carpancho del suelo con ambas manos y lo posaba en su
rodilla derecha un instante mientras cambiaba la posición de sus
manos; a continuación y de una sola vez, le subía a su cabeza
dejando libres ambos brazos que “en jarras” colocaba sobre sus
abultadas caderas. Soportaba aún con bravura el peso del pescado
sobre su testa y recorría las calles de la ciudad ofreciendo a voz
en grito su género: -¡Abajar, abajar….Lirios, sardinucas,
bocartes, jargos ¡todo fresco!, ¡recién pescao! ¡Venga niñuca
que lo tengo del día! - Repetía incesantemente con voz alta,
cantarina y risueña mientras recorría los barrios de su ciudad.
Así día tras día, enfundada en su falda azul añil de grandes
bolsillo, el pañuelo en pico sobre los hombros y sus alpargatas
negras, la mujer había conseguido sacar a sus hijos adelante ya que
su marido, se embarcó años atrás en un pesquero que hizo escala en
el puerto de Santander, y nunca más supo de él.
Lipe,
su esposo, con la excusa de que el jornal que le ofrecían era tres
veces mayor al que tenía en ese momento, le planteó un buen día a
“la manca”, que iba a embarcarse. Antonia se quedó con cuatro
chiquillos casi recién paríos–como ella solía decir-, pero la
sobraban arrobas para tirar de ese carro, y nada ni nadie se la
ponían por delante. Defendía lo suyo con bravura, dignidad y
fuerza, todo ello a golpe de zapatilla y de puerta en puerta porque
ella, además de redera y pescadera, durante mucho tiempo se dedicó
al estraperlo. Los años difíciles de la posguerra, el incendio de
la ciudad, el abandono de su marido y la escasez de recursos y
alimentos, la obligaron a buscarse la vida más allá de esas
ocupaciones mencionadas y durante un tiempo y a pesar de correr el
riesgo de ser pillada; por las noches, se arrimaba a los barcos y se
procuraba cualquier tipo de mercancía que pudiera ser vendible.
Para
evitar que la gente se enterase, ya que era muy conocida en la
capital, se subía a primera hora en un tren y se acercaba por los
pueblos de la provincia donde ya era esperada. Solía vender sus
productos a otras mujeres, y éstas a su vez, lo revendían en
poblaciones aún más alejadas. Aquello no le llevaba mucho tiempo y
la reportaba una parte importante de los ingresos que tenía.
También la permitía disponer de alimentos que a modo de pago, le
hacían en los pueblos, ya, que además de la mercancía propia para
el estraperlo, “la manca” solía realizar algún que otro
“mandao” en la ciudad, lo que los ganaderos y agricultores
agradecían con todo tipo de productos; huevos, leche, carne,
gallinas, tomates, verduras etc. De vuelta a la ciudad, la mujer
trapicheaba de nuevo con ello y ofrecía aquellos géneros obtenidos
por sus servicios, a sus vecinos del barrio dejándoselos a buen
precio.
Una
superviviente nata era “la manca”, su carácter forjado en
parte a fuerza de palos que la vida la fue dando, la obligó a
buscarse la vida de la mejor manera que sabía. Trabajando duro de la
mañana a la noche, siete días a la semana. Ahora podía abrir los
ojos y sonreír frente a su bahía porque, para ella la vida; su
vida, había merecido la pena.
Autora del relato: CONCHI REVUELTA SAN JULIAN
2 comentarios:
Emocionante relato...
Beijos com carinho.
Interesante relato y facil de leer, gracias por acercarlo, desde el puerto de Santoña.
Un saludo
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