sábado, 27 de octubre de 2012

RECORDANDO

 


    
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Virginia era la mayor de cinco hermanos de una familia humilde. Su adolescencia, había sido

bastante dura, pues en tiempos de posguerra y hambre, su madre le mando junto con su hermano

menor a Francia. Fue muy doloroso para ellos dejar a toda su familia y dirigirse a un país

desconocido donde no sabían como hablarles ya que ignoraban su idioma.


Ya han pasado los años y está casada con Alberto, un joven guapo del que se enamoró perdidamente

Era el quinto de siete hermanos, de una familia bastante acomodada para la época. No aprobaban

su noviazgo, pero era tan grande su amor,que nada ni nadie pudo separarlos, casándose al fin.

Trabajaba de maestro de alfarería en una empresa, pero los hijos iban llegando y las necesidades

con ellos. Por eso se enroló en un barco de carga, para que su familia pudiera tener una vida mejor.


Los días iban sucediéndose, uno tras otro, sin que Virginia saliera de su casa, esperando a su

marido mientras él iba navegando por esos mares. No se aburría, pues los cuidados que sus cinco

hijas requerían, la llevaban todo el día. Además eran tiempos difíciles llenos de necesidades, donde

los vestidos pasaban de unas a otras y los abrigos cuando se estropeaban se les daba la vuelta.

Tenía un vestido nuevo para ir a misa los domingos y el resto de la semana se ponían otros más

usados. Por eso cuando tenia un rato libre, aprovechaba hacerles algún arreglo con su maquina de

coser o les tejía algún jersey para los fríos días del invierno.


Las ausencias de su marido eran bastante largas, entre siete y ocho meses, de ahí que nunca

estuviera presente en los nacimientos y comuniones de sus hijas.


Ella era muy alegre y ejercía de padre y madre a la vez, pero el no tener con ella a su marido y criar

sola a sus hijas en ocasiones, la sumía en una profunda tristeza, atravesando periodos de gran

depresión.

En los acontecimientos familiares, como una boda o un bautizo, ella siempre acudía sola pareciendo


una viuda.

Alberto, por su parte, también le costaba mucho dejarlas solas tantos meses, pero así era la vida en

la mar . Mientras miraba el horizonte, se imaginaba en casa con sus hijas y en las noches, soñaba

con besar a su querida esposa.


De sus hijas, Carmen la mayor, bordaba y ayudaba en la tareas de la casa. Tenia una voz preciosa al

igual que su mujer y Ángeles su segunda hija; esta , trabajaba de dependienta en una tienda de

textil. Todos los días madrugaba para coger el pan tierno en la panadería y desayunar antes de su

jornada de trabajo. Su sueldo era una gran ayuda para los gastos de la casa.

Cuando se subía por las escaleras se las oía cantar, mientras escuchaban la radio y las vecinas se

paraban para escucharlas.


Mientras tanto, las tres pequeñas, Susana, Pilar y Mª del Mar iban al colegio.

Su madre les había pintado con esmalte de uñas, sus nombres en unos vasos , donde tomaban la

leche en polvo que les daban en el recreo.


Así pasaban los días, solo cambiaba la rutina si, en alguna ocasión el barco venia a reparar a España

y permanecía unos días en puerto. Entonces Virginia dejaba a sus hijas con los abuelos maternos e

iba a pasar unos días con su marido. Viviendo en el camarote del barco .

Todos la querían y aprovechaban su estancia para que les cosiera algún botón o les zurciera la ropa

vieja de trabajo.

Durante ese tiempo mandaba a sus hijas postales expresándoles lo feliz que era y pidiéndoles que

se portaran bien con sus abuelos.

Estas, no veían demasiado a su padre, pero su madre se ocupaba de inculcarles su amor y respeto.

Lo veneraban, era como un ser sobrenatural para ellas.

Cuando pasaba temporadas en casa, era como si de una fiesta se tratara.

Aprovechaba para reparar alguna avería de la casa y sus hijas a no dejarle solo un momento:

Parecían lapas pegadas a él. Jugaban al escondite y eran tan inocentes, que , él las escondía y las

buscaba a la vez,aprovechando muchas veces este momento , para ir a visitar a sus padres que

vivían a pocos metros de su casa. Sus hijas, al darse cuenta de que no las encontraba, salían y eran

ellas las que lo buscaban.


Sentadas en sus rodillas las contaba aventuras vividas en sus viajes, como uno que hizo a Egipto

y las describía como eran las pirámides, mientras escuchaban boquiabiertas.

En otras ocasiones, les contaba como en alguna travesía iban acompañados por decenas de delfines

a los que daban de comer desde el barco.

Sentían admiración por aquella persona que era su padre y a quien tanto querían.

Otras tardes tocaba la armónica y todas bailaban al son de su música.

De sus viajes les traía regalos muy novedosos como los primeros muñecos de goma, collares,

pulseras,o juguetes que se movían si les dabas cuerda.

¡Sentían admiración por aquella persona que era su padre y a quien tanto querían.


Eran en el pueblo la envidia de las niñas de su edad. Formando una familia que sin tener lujos

vivían en un mundo lleno de felicidad.


Un día que el barco iba de la Coruña a Vigo, para hacer unas reparaciones, Virginia decidió, con el

permiso del capitán, acompañar a su marido unos días y hacer el viaje junto con otras mujeres de

los marineros .Se trataba de un viaje corto y sin peligro .

Se despidió de sus hijas con ilusión , sin saber que ese beso de despedida seria el último que les

daba.

Partieron del puerto con el mar en calma y el cielo azul. Pero a las tres horas empezó a entrar una

niebla densa, que hizo presagiar los peores augurios.

Esa fatídica noche, Virginia y Alberto hicieron su último viaje, pues el barco choco con otro y en

pocos minutos se hundió, quedando los dos para siempre en el pecio, en las profundidades del mar,


junto a una parte de la tripulación.

Mientras tanto en casa, amanecieron como todos los días: las pequeñas al colegio, Angeles a

trabajar y la mayor a realizar las labores de la casa y a bordar.

Al regresar las pequeñas del colegio, observaron con extrañeza ,como todas las vecinas del

pueblo, reunidas en corrillos, las miraban . En su casa estaban sus tíos y primos reunidos. Las

mandaron a casa de los abuelos maternos, donde a duras penas, podían disimular tan trágica

perdida.


La noticia se la comunicaron a la hija mayor, por ser la que se encontraba en la casa. Los gritos de

desesperación se oían desde la calle. A Ángeles fueron a buscarla a su trabajo para darle la triste

noticia, descomponiéndose por completo y sin consuelo ninguno.

Las pequeñas fueron las últimas en saberlo, no llegando a comprender, que no volverían a ver a sus

padres nunca más.

Cada día esperaban que entraran por la puerta, pero con el tiempo se dejaron mecer por la ausencia ,

entendiendo que esto, ya nunca más sucedería .


Desde entonces tienen el alma rota de pena y tristeza y no hay un solo día que no los recuerden y

añoren un beso suyo.

Por eso el mar es tan importante para ellas y le ofrecen flores , pues en el descansa una parte de sus

vidas y su pasado.

"AUTORA DEL RELATO":
 MILAGROS PEREDA MUÑOZ






martes, 9 de octubre de 2012

EN NARANJA OCASO


Yo tenía debilidad por los charquitos de mar.
Se formaban a la puerta de mi casa bordeando las suelas de unas botas de goma verde oliva, tentándome a hacer naufragar mis pequeños pies en ellas, a pegar saltitos salpicando el minúsculo mundo de la entrada a mi hogar de olor a salitre y cuentos de piratas.
Al lado, descansando en el banco situado afuera, al lado de la puerta, un chubasquero y un gorro también verdes, también oliva, goteaban lágrimas de sal alimentando a mis charquitos, que crecían más y más.
En aquel entonces mi edad rondaba los trazos de un nudo en ocho.
Para mi padre, sin embargo, el tiempo se deslizaba por nudos corredizos de vivencias vapuleadas en revueltas aguas difíciles de cuantificar. En general, sus rasgos eran duros, graves, dividiéndose entre surcos arrugados en su tez curtida por ráfagas de nordestes, en sus labios pulidos por la crudeza del mar, en las duras escamas que eran sus manos, en la barba enmarañada que hacía de manto al temporal.
No era un hombre de palabras, seguramente porque el mar le había regalado muchos silencios. Las ocultaba jugando al escondite, entre sus ojos de azul profundidad en los que zambullirse era lo mismo que recalar.
Sin sus botas, y su gorro, sin su chubasquero ya, parecía un padre normal. De esos que atracan en tu vida todos los días.
Me esperaba sentado en la cocina, justo en el hueco de la mesa que yo ocupaba en sus ausencias para que mi madre le echase un poquito menos de menos porque a veces, cuando él estaba fuera, batallando entre mareas, ella perdía sus ojos tras los cristales empañándolos de niebla y suspiros. Esto solía suceder con la luna; entonces yo, debía replegar las velas de mis otras fantasías para convertirla en sirena de mis sábanas e inventar juntos los cantos que nos devolvieran pronto al capitán.
Ese era nuestro gran tesoro oculto en tierra firme: un desafío a la soledad.
En cuanto yo llegaba, corría a sentarme en sus rodillas que hacían de columpio a mi burda ingenuidad, y que él reconocía en mi sonrisa cuando extendía ante mi sus dos puños cerrados como nudos cuadrados, obligándome a elegir entre botines apropiados a no sé cuántas millas y horas de aquí, y que encerraban conchas plateadas, estrellas de mar, esponjas agujereadas…
Luego mi madre, nos servía un gran cuenco de leche bien caliente donde hundíamos migas de pan. Allí era donde mi padre alardeaba de sus dotes de pesca, de altura, de bajura, en aquél océano blanco, escapando de burbujas de espuma, jugando con nuestras cucharas a bucear en las simas de la familiaridad.
Él sabía de mis pretensiones de corsario. Las que necesitaban arriesgar más allá del sedal; supongo ahora que mis sueños alguna vez también fueron suyos y por eso pocas veces me advirtió de aquello que acongoja en cubiertas de altamar: la furia del agua, el abandono que infunde la inmensidad, el miedo a que el horizonte nunca tenga un hacia atrás.
Con suerte, durante cuatro o, cinco días, más o menos lo que mis charquitos tardaban en secar, la llamada del mar parecía haberse ahogado entre brisas de lo natural, dándonos espacios de respiro, permitiéndonos hacer pie.
Mi madre, mientras tanto, vigilaba su descanso, cocinaba sin parar, le recortaba su barba, preparaba ungüentos para su piel árida, aliviando sus periodos de tiempos secos: guiaba el faro de su tranquilidad.

Cuando el sol intentaba besar la superficie del mar, los dos se sentaban en el banco de afuera, al lado de la puerta, el que fue tallado de azul recuerdo, años atrás, por mi abuelo, cuando la edad de sus olas le obligaron a descansar y pulía su nostalgia de marino visitando la orilla cada día en busca de jirones de troncos húmedos y desvencijados por el batir del mar con el que rescatar su memoria, escondida en enseres de toda calidad: perchas en forma de pez, conchas con cenizas que albergar, proas en bancos a las puertas del camarote de un hogar…

Situados en naranja ocaso, mi madre cosía pacientemente sus redes, en un macramé conscientemente interminable simulando ser una Penélope en Trafalgar, mientras mi padre exhalaba anillos teñidos de oro, tras su pipa, que olía a lobo de mar.
A ratitos paraban y buscaban el horizonte sin saber cuánto abarcar hasta que un cruce fugaz de miradas resignadas, anunciaban malos pensamientos atracados en la dársena de su océano particular. Nunca los nombraban, sólo se los regalaban al viento, que traduciéndolos sin rechistar, los trasportaba hasta el puerto, unos nomeolvides más allá.

Antes del sexto día mi madre se ponía a planchar, allí en la cocina, en el hueco de la mesa que mi padre ocupaba antes de embarcar. Su cesta rebosaba pañuelos: blancos, rosas, con su inicial…
Lo hacía con sumo cuidado, dosificando el vaivén de su plancha, a ritmo de mareas, dando calor al sollozo que iba a ondear allí en la orilla, a la hora de zarpar.

Cuando ésta nos devolvía el adiós, mi madre y yo regresábamos al minúsculo mundo de la entrada a mi hogar. En el banco donde antes descansaba la sombra mojada del cuerpo en penumbra de mi padre , ella ponía a secar el pañuelo, que ahora también goteaba lágrimas de sal.
Yo, convivía con mi burda ingenuidad, y ya pensaba en su regreso, en como desconcertarlo con mis pies de un palmo más, en la caracola repleta de ecos de patas de palo que mis fantasías le harían buscar.

Sin embargo, un día, el mar, despótico, desafió aquellos nuestros cantos de sirena, anclándome en tierra firme, robando el vaivén de la plancha de mi madre, obligándonos a rastrear en el espejo de confines de inseguridad que era la luna, el reflejo de su azul profundidad, sus palabras naufragantes escondidas bajo escotillas en cubiertas de diccionarios de mar. Pero los océanos hacían acopio de silencios que ubicaban allí, en la ventana de la cocina, tras el hueco que yo ocuparía ya para siempre en su lugar, para que mi madre le echara un poquito menos de menos.

Nunca debí preguntarme cómo, ni porqué. Él me había enseñado que un marinero le debe respeto a la adversidad, y que es ésta la que decide si hay un cuándo para hacerse notar. Pero algunas veces…
Mis sueños de corsario de corta edad, nunca supusieron un lastre, aún sabiendo que los cofres repletos de monedas de oro seguían allí, ávidos de rescate, solapados en mapas amarrillos y arrugados que daban rumbo al timón que obligó a enderezar mis resacas de realidad.
Aún hoy miro al horizonte maldiciendo para mis adentros con un:- ¡rayos y centellas!- infundiendo temor a nubes y tormentas, mientras mis recuerdos siguen goteando sobre charquitos de mar.

AUTORA DEL RELATO:
Mª Mercedes García Llano.