martes, 17 de julio de 2012

SENTADO MIRANDO FAROS


ASOCIACIÓN NÁUFRAGOS DE LA MAR.
I CERTAMEN DE RELATOS CORTOS.
Junio de 2012

SEGUNDO PREMIO:  SENTADO MIRANDO FAROS.
Autor: Alfonso C. Gil Álvarez.

Mirando faros, había empleado más de media vida. Invariablemente se había sentado a mirar un faro, donde quiera que fuera, donde lo hubiera. Siempre lo había ya que sus viajes los programaba, inexcusablemente, por la costa, por cualquier costa. Se sentaba mirando al faro y mirando a donde el faro miraba. De miradas se trataba.

Le gustaban los faros. Sus formas y sus colores, que de colores los había. Todos le gustaban sin importarle su altura o detalles técnicos de su construcción. Decía que todos tenían su lado bello, el lado de su mirada.

Ahora, sentado en la punta de un pequeño cabo, atado a sus rocas, ya que sus pies parecían haberse fundido con aquella caliza de sesenta millones de años, miraba sus faros. Uno, por el rabillo del ojo, a su izquierda. El otro, al frente, a 1,079 millas, y el más lejano, a 6,479. Él prefería hablar en millas, aunque por tierra siempre se hubiera movido en kilómetros.

De tanto observarlos llegó a enterarse de su secreto. Se hablaban entre si. Así me lo contó, aquella vez que estuve sentado a su lado mientras grandes olas de seis metros pasaban por nuestros pies. Por nuestros pies, no bajo nuestros pies. Él, adherido al cabo. Yo, aferrado a él. El viento… zarandeándonos. La espuma… lamiéndonos.

El faro de la izquierda, a un tercio de milla hacia el noroeste, desde sus treinta metros de altura, emitía ráfagas incandescentes con una extraña fórmula, un periodo de 0.4+<2.1>+0.4+<7.1>=10. Él sabía lo que significaba. Yo no. Además sabía de los horrores realizados a sus pies, en una incivil guerra. Yo también.
El otro, también cercano, enclavado en una pequeña isla a poco más de una milla, estaba muy triste desde que lo habían descabezado descendiéndole a la categoría de baliza. Aún así, muy digno, lloraba ráfagas de uno más dos blancos destellos cada veintiún segundos… como el peso del alma… dicen… Y yo me digo que para mí nunca será una baliza, será un faro que nos mire desde sus casi treinta y nueve metros sobre el nivel del mar, que en días de sur será acariciado por espumas blancas de olas azules hasta que el infinito reloj de arena agote sus granos.

Y el último, el más lejano, a 8,2 millas de distancia, se comunicaba, con quién quisiera verlo, a base de tres ocultaciones cada dieciséis segundos. Sus 17 millas de alcance doblaban la línea del horizonte, asomándose al amanecer. Dieciséis metros de altura no es mucho para su orgullo pero con el acantilado sobre el que se erige alcanza los 60 y le hace aparecer entre los cabos recitados por los escolares de hace años…. cuando se recitaban los cabos y golfos… y también las letanías. Ora pro nobis peccatoribus.

Hasta ahí, todo normal. Una historia de faros y de un amante de faros.

Anselmo se llamaba. Bastantes veces había estado con él, siempre en días soleados, cuando me apetecía pasear por ese bello recorrido de la única ciudad del cantábrico que mira al sur. Era un itinerario frecuentado a cualquier hora del día. Para algunos, era su ruta del infarto. Les habían recetado andar luego andaban.

Un día me dispuse hacer un paseo nocturno por esa zona. Quería hacer algunas fotografías en las que las luces de las playas fuesen las protagonistas. La zona a la que me refiero es el hermoso paseo, ya citado, el que conduce a ese pequeño cabo, un cabo ‘menor’. Llevaba una pequeña linterna, para ayudar a la tenue luz de aquella luna en cuarto creciente que peleaba incruentamente con unas breves nubes. A medida que me acercaba al cabo, creí percibir una exigua luminiscencia, similar a la que emite una luciérnaga. Tardé un casi nada en confirmar mi intuición. ¡Era él! ¡Anselmo! No sé precisar la duración de un casi nada. Juraría que son sólo segundos. No sé cuántos.

También él me reconoció, en la penumbra. Reconoció, sin verlo, el gesto de preocupación de mi cara. No mostró sorpresa alguna al encontrarme por allí, a esa tardía hora en la que las sombras se enseñoreaban de las rocas. Me tranquilizó al comenzar a hablar. Cómo un manantial… así brotaron las palabras.

Me explicó qué, en ese momento, estaba en comunicación con varios faros gallegos. El faro de Touriñán se quejaba de que nadie sabía que era él quién se situaba en el punto más occidental, que el mundo plano se acababa allí, a sus pies, que allí comenzaba el Hades. El faro del cabo Vilán le estaba contando, como si fuera en directo, que estaba asistiendo a un naufragio, en el qué, afortunadamente, no había pérdidas humanas. Hizo Anselmo un inciso para recordarme aquel famoso naufragio, el del ‘Serpent’, que dejó allí mismo, durmiendo, 172 sueños salados, cerca de aquellos enormes graníticos cantos rodados. 172 almas en sueño eterno vigilando galernas y tempestades.

Esa febril actividad, me confesó sin rubor alguno, la tenía durante largas oscuras noches en las que la luna no distraía su comunicación con un sinfín de faros. Mientras me hablaba, se interrumpía constantemente con noticias de otros fanales. Mantenía, Anselmo, un triángulo amoroso con todos los gallegos y con los de la Bretaña francesa, no importándole, de vez en cuando, el contacto con cualquier otro de cualquier costa, sin considerar distancia alguna. Al parecer, la curvatura de la tierra no era obstáculo. Jugaba con las palabras y me decía que le encantaba el faro de Faro, que le traía frescas historias de Ilha Formosa. Daba por supuesto que yo sabía la geografía de El Algarve.

Noté una extraña sensación. Muy extraña. Fue casi repentina. Me sobrevino en un instante en el que disminuí mi atención al ameno discurso de Anselmo. No sé si estaba siendo objeto de una alucinación, o de algún fenómeno paranormal, pero creí entender algún mensaje de un cabo del fin del mundo. No sé si me hablaba el de Fisterra, del Camino de Santiago, o tal vez el Finistère de la Bretaña francesa. Hasta noté alguna interferencia del faro de Maspalomas. Miré mis pies. Me dio la sensación de que se estaban pegando al suelo. Miré los pies de Anselmo. Estaban realmente fundidos en aquella piedra caliza de sesenta millones de años. Puse más atención. No percibí movimiento alguno en sus piernas, sus pantalones no eran movidos por el viento. Su torso no giraba, sus brazos no se movían. Comencé a sospechar que Anselmo se estaba petrificando. Suposición ridícula pero suposición. Le miré a los ojos. Aquellos ojos emitían una extraña luz, muy brillante… y en destellos que estaban iluminando el horizonte. No me quedé a contar la frecuencia.


Notas al pie del faro:
Cabo Mayor y Cabo de Ajo, con sus faros, son faros cántabros a recitar
El Cabo Menor no se recitaba
El faro de la Isla de Mouro, será siempre un faro, aunque sea una baliza

viernes, 6 de julio de 2012

SIRENAS NEGRAS

                              
ASOCIACIÓN NÁUFRAGOS DE LA MAR.
I CERTAMEN DE RELATOS CORTOS.
Junio de 2012 


PRIMER PREMIO:  SIRENAS NEGRAS
Autora: Rosa Ayesa Arriola 


Te miro, debajo de mis zapatillas blancas, salvaje, embravecida; tratando de alcanzarme cuando avanzas; dejando una espuma blanca, rabiosa, en las retiradas. El gris plomizo que está sobre mi cabeza choca contra tu superficie y lo haces rebotar, con destellos de distinta intensidad, en los entrantes y salientes del acantilado, en el verde fronterizo que sujeta mis pies, y contra mí, impregnándolo todo. Las ráfagas me empujan y el pelo indomable me golpea el rostro. Las gaviotas chillan en tierra augurando que estás de tormenta.

 - ¿A cuántos te has llevado sin pedir su permiso? ¿Cuántos se han entregado a ti?, pregunto, temerosa, sorprendida de mi propio atrevimiento.

El viento fuerte y frío, arrogante por tu expreso deseo, comienza a gritarme.

 - Aquel para ti sólo era el marido de tu vecina, el padre de esas niñas que jugaban contigo…

 - Sí, un gigante silencioso, alto, delgado, de pelo negro muy lacio, que aparecía al abrirse la puerta del ascensor, y que volvía a desaparecer mucho tiempo, porque era pescador en “los Mares del Norte”. Cuando volvía traía regalos: alcohol y tabaco para los mayores; relojes digitales y calculadoras para los niños.

 - Para mí no era uno más…Ya lo había tentado varias veces...

Él se había salvado varias veces, ¿me salvaré yo? Las olas seguían batiéndose bajo mis pies, y los cantos llegaban susurrando promesas.

 - Aquel día, al sumergirme te pude ver acechando su barco; al pasar el segundo 130, mirando a los lados para asegurarme de ser la última en subir, pude sentirte. Después del entrenamiento, con el pelo empapado y la mochila sobre mi espalda, me crucé con las fuerzas vivas que bajaban del entierro del pescador. No sabía que había dejado Gran Sol, que había cambiado su vida de Ismael por una más segura. De niña lo imaginaba siempre atado con gruesas cuerdas, mientras las olas pasaban sobre el barco, empuñando una caña de la que colgaba una merluza tan grande como él. Pero fue una roca y no una ola el arma que utilizaste. El filo de la “Picachilla” hirió de muerte el casco del pesquero y en segunda intención una madera encontró su nuca.

 - No tienes ni idea, ¿sabes por qué recuerdas lo de la cuerda? Porque oíste a su mujer contar una historia de otro al que él rescató ¿Quieres que te lo cuente? Te lo contaré por ser tú. Trataban de halar la red durante una marejada, fuerte lluvia golpeando sus rostros, viento rolando y amolando, la noche cayendo sobre ellos. Pero, las merluzas y bacalaos valían más que sus vidas. Lo arrastré en una ola, angulosa al atraparlo, espumosa cuando lo tenía asegurado... Él se quitó el traje de aguas y las botas, se pasó un chicote alrededor de su cuerpo y se lanzó a por el compañero que aún braceaba. Llegó a tocarlo, quiso arrebatármelo, pero al final me lo llevé yo… A él lograron subirlo. Aún veo cómo temblaba en su litera del rancho de popa mientras el barco hacía capa a cien millas de Irlanda; por el ojo de buey, que empañaba la respiración de los hombres que esperaban el fin de la capa silenciosos en sus literas, lo espiaba. El compañero al que nunca volvieron al ver y que no pudieron enterrar en el cementerio Bantry pesaba sobre su conciencia, la conciencia de un patrón que ha hecho a sus hombres correr peligros por un puñado de peces. En ese cementerio hay un rincón para los españoles, un lugar tranquilo para descansar en un ataúd hecho con las tablas de las cajas de la pesca, teñidas con pintura negra cuyo uso también era otro.

 - Ese hombre tenía cinco hijos pequeños. Su mujer se quedó sola y sin ninguna pensión con la que sacar a esos niños adelante. Los compañeros acordaron juntar un dinero cada mes y entregárselo, pero pronto se olvidaron. Es cierto, mi vecina me contó esa historia cuando recuperó las ganas de hablar, cuando creyó que yo necesitaba hablar. Esa historia y muchas otras…

 - Otra vez también le tenté entre una densa niebla; también durante la noche, una noche en la que no había ni un poco de brisa. Las sirenas de los barcos sonaban, pero el mercante iba con prisa y no vio lo que se llevaba por delante. Todos se lanzaron por la borda antes de que los alcanzase la gran mole metálica y fueron recogidos, sujetos a restos flotantes, por otros barcos que oyeron el impacto y los gritos de socorro. El mercante ni paró a ver qué había sucedido. Lo pararon en Pasajes, y sólo llevaba en el casco una pequeña marca de pintura.

- ¿Sabes cuántos días le vio su mujer en los siete años que trabajó en ese pesquero gallego? Los tenía contados. Le veía tres días al mes, una de cada dos mareas. No podían venir las dos porque el viaje desde Galicia era cansado y caro. Doscientos cincuenta y dos días. Ni un año completo, sumados todos y cada uno de esos días, lo había tenido para ella. No llegó al bautizo de su hija pequeña… el barco no entró a puerto a tiempo. Y ella le debía mucho dinero al banco, que había tenido que pedir para dar de comer a sus hijas; cada vez pedía un poco más, sin saber cómo podría devolverlo, porque los últimos años las costeras habían sido malas. Te lo llevaste cuando se empezaban a acercar.

- ¿Quieres saber cómo fue? Te lo contaré por última vez. El viento lo agitaba todo, como ahora, y el patrón me desafió. Había pasado mil veces por allí, con temporales parecidos, mar de fondo, pero esa vez calculó mal. Una profunda grieta en el casco y ese maloliente artificio no aguantó ni cinco minutos. Se entregó a mí, obediente, con un lastimero aullido de despedida. La lancha neumática no se hinchó y todos trataban de subir a una barca de remos azotada sin descanso por las olas. Era como un juego: ellos tratando de subir y ellas apartándosela. El mismo barco cuando se hundió completamente provocó una gran ola que volcó esa “barcucha” y todos quedaron a mi disposición. El ruido del chocar con las rocas alertó a los barcos vecinos que llegaron a por ellos. Para él ya no había sitio en esos barcos, estaba conmigo. Se había partido el cuello al darse vuelta la barca. Lo recogieron flotando, y lo subieron a bordo, pero, cuando se dieron cuenta de que estaba muerto me lo devolvieron.

- Su mujer tenía un temor, algo que la atormentaba, que solía presentarse en pesadillas. Era que su marido no le diese un beso de despedida, que cerrase la puerta sin decirle adiós mientras ella fregaba los platos. Y se fue sin darle ese beso; estaban enfadados, ya no recuerda ni por qué, probablemente porque él había pasado más tiempo con sus amigos que con ella durante el fin de semana… él contaba las horas que estaban durmiendo como tiempo que estaban juntos y ella no. Y no le dio el beso. Una vez soñó que él volvía, la besaba, y se marchaba de nuevo. Esa fue su despedida.

- Sois estúpidos, ingratos, peores que el más vil de mis escualos; sólo en algunos de vosotros alumbra un destello de generosidad, como en ti.

- Lo mío no es generosidad… ¿Y a ella? ¿Por qué te la llevaste a ella? ¡Sólo tenía seis años!

- Pequeños caprichos.

- La primera vez que subí a una Zodiac de rescate aún no te conocía bien. Sin perder ese miedo que siempre me has dado, me sentí en armonía contigo; me sentí capaz de ser feliz. Pero cuando vi que aquel cuello no tenía pulso, supe que jamás lo conseguiría, en ningún sitio del mundo, en ningún oficio. Cuando la saqué del agua sé que aún vivía. La puse de medio lado para que expulsase el agua tragada y volví a ponerla de cúbito. Metí mi dedo índice en forma de gancho en su boca, buscando algo que pudiese estar atrapado en la garganta, eché su cabecita ligeramente hacía atrás, cogí el poco aire que cabía en mis pulmones, e insuflé dentro de la pequeña boca. Después busqué con los dedos el hueco en extremo del esternón, coloqué el final de mi muñeca y principio de mi mano sobre ese hueco, un poco a la izquierda, y apreté, ayudada por mi otra mano, cinco veces seguidas, ese corazón, llamando a la sangre para que volviese a hacerlo andar. Otra vez aire en sus labios y cinco llamadas más, con miedo de cargarme demasiado y romper sus débiles huesos… contando en voz alta: uno, dos, tres, cuatro, cinco… Volvía a la boca… uno; y otra vez al corazón: uno, dos, tres, cuatro, cinco… Dicen que estuve así cuarenta minutos, rodeada cada vez por más y más espectadores a los que yo nunca vi. Dicen que no dejé que nadie me ayudase y que tuvieron que apartarme de la niña entre tres personas, porque ella ya estaba de un tono azulado que contrastaba con el rojo de mis manos, de mi cara y de mi cuello… Dicen que tuvieron que ponerme Valium para que dejase de gritar…

- Ya estaba muerta cuando la sacaste, cuando la dejaste sobre la arena.

- Conocí a sus padres. Vinieron a agradecerme lo que no había hecho, lo que había tratado de hacer. Eran de Burgos y habían dejado a la niña con sus abuelos que veraneaban en Laredo, para que disfrutase de la playa… Dijeron que era muy revoltosa…

- Sí que lo era. Una delicia de rizos rubios que me quería y me admiraba tanto como tú.

- Yo no te admiro, yo te temo.

- Tú me respetas, por eso te quiero conmigo.

- No debiste hacerlo; no debiste hacérmelo. Debiste dejar que la salvara.

- Las lágrimas se deslizan por mi cara y oigo que siguen cantando las Sirenas Negras. Hoy tampoco me entregaré a ti, no me tendrás entre tus brazos. Lentamente te doy la espalda y me alejo del acantilado.

lunes, 2 de julio de 2012

IV ANIVERSARIO, HOMENAJE A LOS NÁUFRAGOS DE LA MAR

Ha pasado otro año y una vez más nos hemos vuelto a juntar para rendir homenaje a las víctimas y a los náufragos de la mar. Esta vez fue en la Villa marinera de Suances y de las emociones vividas dan idea estas imágenes. En la primera la presidenta de nuestra Asociación hace entrega de un obsequio a Fernando Herrera, (nuestro querido "Chichi" ) superviviente del naufragio del petrolero Bonifaz....
...y en esta el emocionado encuentro después de 48 años de el capitán, José Miguel Amézaga Bilbao con el telegrafista Daniel Gómez García, que fueron los últimos en abandonar el barco aquel fatídico día de Julio del año 1964.
Se arrojaron flores a la mar en recuerdo de los náufragos y desaparecidos y se hizo entrega del premio a los ganadores del Primer Certamen de Relatos Cortos convocado por la Asociación que se irán publicando en esta página en entradas posteriores.