Yo
tenía debilidad por los charquitos de mar.
Se
formaban a la puerta de mi casa bordeando las suelas de unas botas de
goma verde oliva, tentándome a hacer naufragar mis pequeños pies en
ellas, a pegar saltitos salpicando el minúsculo mundo de la entrada
a mi hogar de olor a salitre y cuentos de piratas. 
Al
lado, descansando en el banco situado  afuera, al lado de la puerta,
un chubasquero y un gorro también verdes, también oliva, goteaban
lágrimas de sal alimentando a mis charquitos, que crecían más y
más. 
En
aquel entonces mi edad rondaba los trazos de un nudo en ocho.
Para
mi padre, sin embargo,  el tiempo  se  deslizaba por  nudos
corredizos de  vivencias vapuleadas en  revueltas  aguas difíciles
de cuantificar.  En general, sus rasgos eran duros, graves, 
dividiéndose  entre surcos arrugados en su tez curtida  por  ráfagas
de nordestes, en sus  labios pulidos por la crudeza del mar, en las
duras escamas que eran sus  manos,  en la barba enmarañada que hacía
de manto al temporal.
No
era un hombre de palabras, seguramente porque el mar le había
regalado muchos silencios. Las ocultaba jugando  al escondite, entre
sus ojos de azul profundidad en los que zambullirse era lo mismo que
recalar. 
Sin
sus botas, y su gorro, sin su chubasquero ya, parecía un padre
normal. De esos que atracan en tu vida todos los días. 
Me
esperaba sentado en la cocina, justo en el hueco de la mesa que yo
ocupaba en sus ausencias para que mi madre le echase un poquito menos
de menos porque a veces, cuando él estaba fuera, batallando entre
mareas, ella  perdía  sus ojos tras los cristales empañándolos  de
niebla y suspiros. Esto solía suceder con la luna; entonces yo,
debía replegar las velas de  mis otras fantasías para convertirla
en sirena de mis sábanas e inventar juntos los cantos que nos
devolvieran  pronto al  capitán.
Ese
era nuestro gran tesoro oculto en tierra firme: un desafío a la
soledad. 
En
cuanto yo llegaba, corría a sentarme en sus rodillas que hacían de
columpio a mi burda ingenuidad, y que él reconocía en mi sonrisa 
cuando extendía ante mi  sus dos puños cerrados como nudos
cuadrados,  obligándome a elegir entre botines apropiados a no sé
cuántas millas y  horas de aquí, y  que encerraban conchas
plateadas, estrellas de mar, esponjas agujereadas…
Luego
mi madre, nos servía un gran cuenco de leche bien caliente donde
hundíamos migas de pan. Allí era donde mi padre alardeaba de sus
dotes de pesca, de altura,  de bajura, en aquél océano blanco,
escapando de burbujas de espuma, jugando con nuestras cucharas a
bucear en las simas de la familiaridad. 
Él
sabía de mis pretensiones de corsario. Las que necesitaban arriesgar
más allá del sedal; supongo ahora que mis sueños alguna vez
también fueron suyos y por eso pocas veces me advirtió de aquello
que acongoja en cubiertas de altamar: la furia del agua, el abandono 
que infunde la inmensidad, el miedo a que el horizonte nunca tenga un
hacia   atrás. 
Con
suerte, durante cuatro o, cinco días, más o menos lo que mis
charquitos tardaban en secar,  la llamada del mar parecía haberse
ahogado entre brisas de lo natural, dándonos espacios de respiro,
permitiéndonos hacer pie.
Mi
madre, mientras tanto, vigilaba su descanso, cocinaba sin parar, le
recortaba su barba, preparaba ungüentos para su piel  árida,
aliviando sus periodos de tiempos secos: guiaba el faro de su
tranquilidad.
Cuando
el sol intentaba besar la superficie del mar, los dos se sentaban en
el banco de afuera, al lado de la puerta, el que fue  tallado de azul
recuerdo, años atrás, por mi abuelo, cuando la edad de sus olas  le
obligaron a descansar y pulía su nostalgia de marino visitando la
orilla cada día en busca de jirones de troncos húmedos y
desvencijados por el batir del mar con el que rescatar  su memoria,
escondida  en  enseres de toda calidad: perchas en forma de pez,
conchas con cenizas que albergar, proas en bancos a las puertas del
camarote de un hogar… 
Situados
en naranja ocaso, mi madre cosía pacientemente sus redes, en un
macramé  conscientemente interminable simulando ser una Penélope en
Trafalgar,  mientras mi padre exhalaba anillos teñidos  de oro, tras
su pipa, que olía a lobo de mar. 
A
ratitos paraban y buscaban el horizonte sin saber cuánto abarcar
hasta que un  cruce  fugaz de  miradas  resignadas, anunciaban malos
pensamientos atracados en la dársena de su océano particular. Nunca
los nombraban, sólo se los regalaban  al viento, que traduciéndolos
sin rechistar, los trasportaba hasta el puerto, unos nomeolvides más
allá.
Antes
del sexto día mi madre se ponía a planchar, allí en la cocina, en
el hueco de la mesa que mi padre ocupaba antes de embarcar. Su cesta
rebosaba pañuelos: blancos, rosas, con su inicial…
Lo
hacía con sumo cuidado, dosificando el vaivén de su plancha, a
ritmo de mareas, dando calor al sollozo que iba a ondear allí en la
orilla, a la hora de zarpar.
Cuando
ésta nos devolvía el adiós, mi madre y yo regresábamos al
minúsculo mundo de la entrada a mi hogar. En el banco donde antes
descansaba la  sombra mojada del cuerpo en penumbra  de mi padre ,
ella ponía a secar el pañuelo, que ahora también goteaba lágrimas
de sal.
Yo,
convivía con  mi burda ingenuidad,  y ya pensaba en su regreso, en
como desconcertarlo con  mis pies de un palmo más, en la caracola
repleta  de ecos  de patas de palo que mis fantasías le  harían 
buscar.
Sin
embargo, un día, el mar, despótico, desafió aquellos  nuestros
cantos de sirena, anclándome en tierra firme, robando el vaivén de
la plancha de mi madre, obligándonos  a rastrear en el espejo de
confines de inseguridad que era la luna,  el reflejo de su azul
profundidad, sus  palabras naufragantes  escondidas bajo  escotillas
en cubiertas de diccionarios de mar. Pero los océanos   hacían 
acopio de silencios  que ubicaban   allí,  en  la ventana de la
cocina, tras el hueco que yo ocuparía ya para siempre en su lugar, 
para que mi madre le echara un poquito menos de menos.
Nunca
debí  preguntarme  cómo, ni porqué. Él me había enseñado que un
marinero le debe respeto a la adversidad, y que es ésta la que
decide  si hay un cuándo para hacerse notar. Pero algunas veces…
Mis
sueños de corsario de corta edad, nunca supusieron  un lastre, aún
sabiendo que los cofres repletos  de monedas de oro seguían allí,
ávidos de rescate, solapados en mapas amarrillos y arrugados  que 
daban  rumbo al timón que obligó a enderezar mis  resacas de
realidad.
Aún
hoy miro al horizonte maldiciendo para mis adentros  con  un:- 
¡rayos y centellas!- infundiendo temor a nubes  y tormentas,
mientras  mis recuerdos siguen goteando sobre charquitos de mar.
AUTORA DEL RELATO:
Mª Mercedes García Llano. 
6 comentarios:
Precioso el relato, me ha gustado mucho leerlo.
Un saludo
Gostei muito... uma delícia vir aqui me envolver nas ondas de seu blog...
Beijo carinhoso.
Un texto muy lirico,muy delicado. Parece un canto a los azules vientos de mar.
Por el formato me ha recordado los cantos de La Odisea.(No sé si será un error del editor de blogger o ha sido así estructurado) Con esos espacios entre puntos que parecen olas que van y vienen, como el texto, entre la amanecida y el ocaso.
¡Felicidades a la autora!
Besicos
Relato poético y encantador. He navagado durante catorce años en buques mercantes como "Radio". Vida Más cómoda pero mas larga lejos de la familia, aunque ésta en mi caso, llegaría después. Lo he leído dos veces seguidas y seguro que vuelvo de nuevo.
Me pasa como a Luis, cuantas más veces lo leo más me gusta.
Es un relato corto, si, pero en sus breves lineas encuentro tanta intensidad y tantas ideas condensadas que no basta una sóla lectura para alcanzar a comprender el todo. Me ha gustado mucho. Mis felicitaciones para Mercedes.
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