Tarde perezosa
en la Playa de Almenara. A una mañana ociosa siguió una pantagruélica
comida y, tras ella, la consecuente siesta. Subí a mi camarote y me
tumbé en la cama, sobre la suave colcha de verano. A través de la
ventana abierta llegaba el rumor de las olas batiendo en la playa, y la
brisa marina hacía ondular caprichosamente las largas cortinas de lino
beige, a través de las cuales se filtraba la luminosidad del mediodía
mediterráneo. Junto a la ventana tengo uno de esos colgantes que
tintinean con el movimiento; con la brisa, los pequeños delfines
metálicos que penden de sus hilos campanean con delicadeza. Es un
recuerdo que traje de... de algún puerto del Mediterráneo oriental,
aunque no recuerdo ya cual. Quizás fuera Tesalónica, o Suda. O tal vez
Antalya, o Limassol.
Me sentí
placenteramente a gusto tumbado, suspendido en ese impreciso estado de
duermevela, a punto de dejarme llevar desde el viejo Mediterráneo al
fascinante mundo de los sueños.
Pero los cumulonimbus
que se arremolinaban a mediodía al Norte descargaron los previsibles
chubascos que me despertaron de la siesta; algunas gotitas atrevidas
mojaron mis pies, próximos a la ventana, y me recordaron al Juan Sin
Miedo del cuento de los Hermanos Grimm.
Me estiré,
desperezándome, y me dejé llevar por los pensamientos. La anterior
claridad de la estancia había dado paso a la penumbra de los nubarrones.
Las gotitas repiqueteaban afuera, aún se oía el sordo rumor de la Mar
en su incesante vaivén. Por lo demás, silencio. Silencio y soledad.
Y allí, en mi inmóvil camarote de tierra, la soledad del marino se cernió una vez más sobre mí.
Es creencia común entre
la gente de tierra que la llamada soledad del marino es un fantasma que
acecha en los barcos que surcan mares y océanos. Pero es en tierra
donde este fantasma se deja sentir con más intensidad, causando estragos
en hombres curtidos y arrastrando a tantos pobres diablos a la bebida.
Los marinos pasan, pasamos, más tiempo en la Mar que en tierra. Mucho
más. Largos meses separados de nuestros ambientes, de nuestras familias,
de nuestros hogares. Durante las campañas, o mareas, los compañeros de
tripulación se convierten también en familia. Y, como en todas las
familias, no siempre bien avenidos; pero ése es otro cantar. Juntos
arrostramos las vicisitudes de la vida marinera, los rigores de la Mar,
los peligros del día a día. Viviendo a menudo con la sombra del
naufragio planeando sobre nuestras cabezas, padeciendo inclemencias
meteorológicas que van de los fríos polares a los calores tropicales.
Capeando temporales con el corazón en un puño y la incertidumbre propia
de tales lances, que acaba por desarrollar en los marinos ese fatalismo
tan característico como peculiar.
Sin embargo, a pesar del compañerismo y de los fuertes lazos de amistad que se forjan en la Mar, vivimos a bordo sometidos a una jerarquía clara y definida. Aquello que yo tiendo a llamar despotismo naval, que es además, a mi juicio, el más acertado de los sistemas de gobierno y el único que lleva funcionando ininterrumpidamente desde los albores de los tiempos; desde los tiempos de Ulises, el navegante primigenio, que ya surcaba el Mediterráneo ocho siglos antes de Cristo, hasta el día de hoy. Pero sea cual sea el cargo del tripulante, todos sufrimos las incomodidades de la vida a bordo, los azares y peligros de la Mar, la lejanía del hogar y la soledad.
No obstante es en tierra, como decía al
principio, donde el sentimiento de soledad arrecia. Cuando llega el día
de embarcar saltamos a bordo con el petate al hombro y navegamos una
cantidad variable de meses, meses durante los cuales la vida en tierra
continúa sin nosotros. Al regresar nos encontramos cambios, y apenas da
tiempo a acoplarse a ellos durante las vacaciones cuando llega el
momento de volver a hacerse a la Mar. Y así, sucesivamente. Pasa el
tiempo y la vida en tierra va cambiando. Unos que vienen, otros que se
van. Amigos que ya no están, otros que cambiaron de grupo, o de vida, o
de ciudad. Gente nueva y desconocida en la pandilla, si la conservas.
Nuevas tramas en el culebrón de la vida a las que permanecías ajeno en
la distancia, y en las que no acabas de integrarte por la larga
ausencia. Ya nada es igual que cuando te marchaste, y el pasado no
volverá. Las mujeres o novias a menudo buscan consuelo, fogosidad o
ardor en otros brazos; aunque ellas, prudentes e inteligentes, lo hacen
con mucha más sutileza que los hombres. Los hijos crecen sin apenas
conocer a sus padres. En ocasiones llegan a olvidarlos. No puedo evitar
conmoverme al recordar aquella frase que espetó el hijo mayor de un
capitán, el mayor de nueve hermanos que se había erigido, a pesar de ser
apenas un adolescente, en la figura masculina del hogar, a su padre
cuando éste regresó del barco en una ocasión: -”¡Tú vete a mandar al
barco!”-.
De tal modo uno acaba por sentirse un verdadero extraño, ajeno en su propia casa, desarraigado en su propio mundo, enfrentado a los fantasmas que surgen de los insondables abismos de la soledad. Y así, entre Escila y Caribdis, en ocasiones se descubre uno deseando volver a bordo, a ese mundo que conoce, ordenado y metódico, con otros hombres de su especie y condición. Como alguien escribió en una ocasión, creo que don Arturo Pérez-Reverte, “la Mar da más olvido que la muerte, nada de tierra adentro le sobrevive. Es el analgésico perfecto.” Y cada cual capea como puede; se cae entonces en los típicos tópicos tan manidos por todos, desde escritores de secano hasta contramaestres de muralla, tan veraces en unas ocasiones como injustos en otras. No es infrecuente que el marino, atenazado por su soledad, busque refugio en los brazos de queridas o entre las piernas de mujerzuelas de dudosa reputación, o se consuele buscando el olvido en la bebida. El olvido de lo que dejó atrás, o de lo que pueda estar por venir. Actitudes censuradas por la gente de secano, tan humana y tan hipócrita, ajena en su ignorancia a este mundo salado de soledad tan vasta como el inmenso océano. Pero es cada palo el que aguanta su vela, y cada uno trenza sus obenques y estays a su particular manera para intentar mantener la cordura, la ilusión y las ganas; para, en definitiva, aguantar. Unos se entregan a los vicios mundanos, otros al despotismo, otros a la escritura. Y así vamos navegando, ora en bonanza, ora capeando, hasta que la inmisericorde Mar arroja a tierra nuestros despojos arrugados y envejecidos tras una vida de dedicación a ella.
Sólo un puñado de verdaderos amigos
permanecen ahí; amistades francas y leales, capaces de soportar la dura
prueba del inexorable tiempo gobernado despiadadamente por Chronos.
Dice una vieja frase que “quien deja de ser amigo, nunca lo fue”.
Afortunadamente hay amistades intensas, especiales, a las que ni el
tiempo ni la distancia son capaces de hacer mella. Puedes regresar tras
largos meses sin contacto y ser recibido con el mismo candor y cariño
que si te hubieras despedido tras la cena de ayer. Me encuentro entre
los afortunados que atesoran varias de ellas; pero no a todo el mundo le
sonríe igual la voluble y cruel Fortuna.
Pero incomparable es,
en su alborozada ternura, el recibimiento que te brinda un perro, no en
vano llamado ‘el mejor amigo del hombre’. Su cariño, su lealtad
incondicional, su candor, enternecen al más bregado. Sus brincos
descontrolados cuando te siente cerca tras meses de Mar y sus aullidos
de alegría; el profundo e inmenso afecto que destilan sus ojos,
profundos, nobles y leales, sus húmedos lengüetazos. Siempre me entendí
mejor con los animales que con las personas.
En cierta ocasión, no
muy lejana, tras una campaña en la Mar desembarqué en puerto español. Lo
hice con el capitán, marino veterano y avezado, de los de antes; un
hombre de quien aprendí mucho a bordo no sólo del oficio, sino también
del trato humano y psicología marinera. Condujimos hasta Levante,
atravesando la península, y cuando recalamos en su hogar insistió para
que entrara a descansar y merendar antes de proseguir mi camino. Conocí a
su esposa, una verdadera dama y señora. Charlamos animadamente mientras
tomamos un café y unas pastas, y culminamos la merienda con un whiskey
él y ginebra con tónica yo. Aunque no exhibieron ante mí ninguna
manifestación de amor o pasión exageradas, no escaparon a mi atención
ciertos detalles de ternura: un leve roce, un cruce de miradas
silenciosas, un gesto vago e impreciso. Mientras tomábamos los licores,
la mujer posó con delicadeza su mano en el antebrazo de mi capitán, y
percibí un leve apretón. Ese gesto me conmovió, en cierto modo. Tras un
breve silencio no pude evitar exteriorizar mi pensamiento:
-”¿Cómo se consigue?”-
pregunté, dirigiéndome a ambos y a nadie en particular -”¿Cómo se
mantiene una relación y una familia a través de tantos años de Mar y de
separaciones con éxito? ¿Cómo se mantiene todo unido?”.
El viejo sonrió
taimado, observándome desde su sillón a través del humo de su cigarro.
Su sonrisa destilaba paz y sabiduría. Años de vida. Dio una chupada a su
cigarro y contestó despacio, espaciando las palabras, con serenidad
infinita y aplomo:
-”Hace falta una mujer muy dura... Dura y valiente, de otra madera. Una mujer muy especial. Hay muy pocas de esas”.
AUTOR DEL RELATO: Gonzalo M.Carrasco Lara.
AUTOR DEL RELATO: Gonzalo M.Carrasco Lara.