miércoles, 14 de noviembre de 2012

LA MANCA

Hoy “la manca”, sentada en un banco del muelle, cierra los ojos mientras el sol se posa sobre su curtida piel y visualiza la imagen de sus antepasados recibiendo aquellas traineras llenas de pescado.
 
Recuerda duros momentos vividos en ese mismo lugar; como cuando su madre supo que su querido esposo no volvería mas. Días de algarabía y fiesta en torno a la imagen de la virgen del Carmen. Cientos de escenas, de personas, de detalles que la hacen sonreír o entristecerse de igual manera. No obstante sigue recordando y, busca y rebusca más en su memoria, repasando con agrado desordenados pensamientos que asoman.
Ahora ya era mayor. La vida y las condiciones en las que trabajó desde niña, habían hecho mella y poco a poco minaron problemas de salud que solventaba como podía.
Sus huesos estaban resentidos y frágiles, “la manca” siempre fue una mujer trabajadora y fuerte y eso al final, se paga.
El apodo la venía dado por su bisabuelo; un pescador experimentado en la mar pero carente de artes de lucha lo cual, le hizo perder su mano izquierda en una reyerta.
Ese suceso le proporcionó el sobrenombre y Antonia, que así se llamaba pero, en escasas ocasiones, escuchaba su nombre en boca alguna, para todos y desde siempre fue “la manca”.
Los largos, húmedos y fríos inviernos del Cantábrico, habían calado en ella, y los años no pasaron en balde, la mujer fue perdiendo agilidad en sus manos, donde la imagen de unos dedos totalmente anómalos producto de la artrosis, no la permitían desarrollar su trabajo de redera con la misma agilidad y destreza que cuando era joven. Este trabajo desempeñado durante más de treinta años, había entumeciendo y deformado sus dedos. Además, su espalda dolorida por la posición adoptada tanto tiempo, acompañada de la humedad constante que la cercanía del mar proporcionaba, no permitió a “la manca” seguir sentada sobre el suelo soportando diariamente las pesadas redes sobre sus piernas en tal postura, que a medida que la jornada transcurría, encorvaba su columna. El gesto monótono y repetitivo de acercarse la red hasta sus manos y pasar la larga aguja con hilo entre las mallas de ambos extremos de la rotura, era un trabajo para el que muy a su pesar dejó de estar capacitada.
 
Pero esa dura faena, la proporcionó libertad. El salario era variable, ya que dependía del rendimiento pero, aún siendo escaso, sirvió para ir comiendo. El horario no estaba sujeto lo cual, la permitía desarrollar otras labores.
 
Tuvo que dejar de coser redes pero nunca de trabajar, y así de un día para otro “la manca” optó por la venta de pescado ambulante.
 
Cada mañana el mismo ritual. A las puertas de la Almotacenía, después de escoger el género, enroscaba su pañuelo haciendo con él una especie de almohadilla y le colocaba en lo alto de su cabeza; luego, cogía el carpancho del suelo con ambas manos y lo posaba en su rodilla derecha un instante mientras cambiaba la posición de sus manos; a continuación y de una sola vez, le subía a su cabeza dejando libres ambos brazos que “en jarras” colocaba sobre sus abultadas caderas. Soportaba aún con bravura el peso del pescado sobre su testa y recorría las calles de la ciudad ofreciendo a voz en grito su género: -¡Abajar, abajar….Lirios, sardinucas, bocartes, jargos ¡todo fresco!, ¡recién pescao! ¡Venga niñuca que lo tengo del día! - Repetía incesantemente con voz alta, cantarina y risueña mientras recorría los barrios de su ciudad. Así día tras día, enfundada en su falda azul añil de grandes bolsillo, el pañuelo en pico sobre los hombros y sus alpargatas negras, la mujer había conseguido sacar a sus hijos adelante ya que su marido, se embarcó años atrás en un pesquero que hizo escala en el puerto de Santander, y nunca más supo de él.
 
Lipe, su esposo, con la excusa de que el jornal que le ofrecían era tres veces mayor al que tenía en ese momento, le planteó un buen día a “la manca”, que iba a embarcarse. Antonia se quedó con cuatro chiquillos casi recién paríos–como ella solía decir-, pero la sobraban arrobas para tirar de ese carro, y nada ni nadie se la ponían por delante. Defendía lo suyo con bravura, dignidad y fuerza, todo ello a golpe de zapatilla y de puerta en puerta porque ella, además de redera y pescadera, durante mucho tiempo se dedicó al estraperlo. Los años difíciles de la posguerra, el incendio de la ciudad, el abandono de su marido y la escasez de recursos y alimentos, la obligaron a buscarse la vida más allá de esas ocupaciones mencionadas y durante un tiempo y a pesar de correr el riesgo de ser pillada; por las noches, se arrimaba a los barcos y se procuraba cualquier tipo de mercancía que pudiera ser vendible.
Para evitar que la gente se enterase, ya que era muy conocida en la capital, se subía a primera hora en un tren y se acercaba por los pueblos de la provincia donde ya era esperada. Solía vender sus productos a otras mujeres, y éstas a su vez, lo revendían en poblaciones aún más alejadas. Aquello no le llevaba mucho tiempo y la reportaba una parte importante de los ingresos que tenía. También la permitía disponer de alimentos que a modo de pago, le hacían en los pueblos, ya, que además de la mercancía propia para el estraperlo, “la manca” solía realizar algún que otro “mandao” en la ciudad, lo que los ganaderos y agricultores agradecían con todo tipo de productos; huevos, leche, carne, gallinas, tomates, verduras etc. De vuelta a la ciudad, la mujer trapicheaba de nuevo con ello y ofrecía aquellos géneros obtenidos por sus servicios, a sus vecinos del barrio dejándoselos a buen precio.

Una superviviente nata era “la manca”, su carácter forjado en parte a fuerza de palos que la vida la fue dando, la obligó a buscarse la vida de la mejor manera que sabía. Trabajando duro de la mañana a la noche, siete días a la semana. Ahora podía abrir los ojos y sonreír frente a su bahía porque, para ella la vida; su vida, había merecido la pena. 

Autora del relato:  CONCHI REVUELTA SAN JULIAN