Una mujer sujeta la cámara fotográfica con
firmeza, con la otra mano recoge su pelo largo. El viento lo agita con tanto
ímpetu como si fueran las aspas de un molino cuando mueve las velas.
Las
gaviotas vadean en el aire, un aire del
Sur que no las deja entrar en el circuito que pudiera haber entre las nubes.
Parecen gigantes alados sobre la cabeza del hombre que ahora sale del coche,
ataviado con un chubasquero azul, se
dirige hacia la cala donde se encuentra la mujer con la vista fija en cualquier
punto. Sólo ella sabe dónde mira.
La
tormenta en el mar arremolina el agua formando crestas de espuma que se
disuelven cuando llegan a la orilla. El vendaval es extraordinario, tanto, que
azota las miradas de aquéllos dos que se
han atrevido a llegar hasta los acantilados. Es otra vez noviembre.
Allí
las gotas de agua que arrastra Eolo les empapan el rostro. El hombre se acerca
a la mujer, la toma por la cintura y le besa la nuca descubierta por el
ventarrón. Ella se vuelve con media sonrisa y se ciñe a él con grácil
movimiento. El día escogido no ha sido
acompañado por el céfiro, viento suave y apacible que suele hacer por este
litoral. La mayoría de las veces, calmo.
A pesar de la inclemencia de la tormenta
en este día, una vez más desapacible de otoño, los efectos combinados por los fenómenos atmosféricos han producido los
resultados deseados para traer al paisaje los afectos.
Salvador y
Paloma seguirán por mucho tiempo mirando al horizonte indeleble, entre la bruma
y el espesor de las nubes gruesas que relampaguean más allá de las millas
visibles. Empieza a anochecer y ellos siguen allí sin apartar la mirada, ahora
en silencio, abrazados. Sus cuerpos entrelazados por el vaivén del vendaval que
cada vez azota con más intensidad.
Cada treinta de
noviembre desde hace unos años, siempre se acercan hasta la playa y suben a la cala más alta. Ella suele hacer
fotos que luego revelará, ordenará y
pondrá en un álbum de duro cartón al que llama “Restos de un naufragio”. Él lleva consigo unos poemas escritos en
un cuaderno de espiral de color verde. Siempre los lee frente al mar en este
día.
Paloma y
Salvador llevan parte de la vida juntos. Viven en este pueblo costero de pocos
habitantes. Ella es enfermera en un Centro de Salud, él profesor en un
Instituto Comarcal. Son muy conocidos por su actividad, todos los chicos del municipio,
o han asistido a clase, o alguna vez han acudido al Centro de Salud. Cada día salen juntos para ir a trabajar. Antes
desayunan en la terraza que mira al mar y los saluda en jornadas serenas tintadas de azules flamantes con luz
clara, como sus vidas.
Todo cambió de
repente. Aquel día de finales de noviembre el pueblo se movilizó hacia Cala Fría,
en un atardecer anaranjado en el que la naturaleza arrojó un fenómeno marítimo indeseable.
Así lo calificaron desde el Centro de Meteorología unos días después. Sonaron
todas las alarmas, llegaron efectivos de socorro terrestre, de los puertos
cercanos las lanchas de salvamento, el helicóptero de Protección Civil. Hasta el Faro en su silencio luminoso
parecía emitir gemidos ante la tragedia que se percibía.
Una patera con más de veinte personas a
bordo, mujeres, hombres y algunos menores hacían señales de socorro y gritaban
desesperados, en un lenguaje universal, el del peligro.
Son frecuentes en esta costa las llegadas
masivas en esas humildes barcazas repletas de personas a la búsqueda del norte, ese ficticio punto cardinal que en sus países no logran
alcanzar y que tampoco tienen seguro conseguir al llegar a esta orilla, donde
ni antes ni después nada ni nadie le promete la vida.
Debe ser dura y
difícil la existencia de esta gente para atreverse a una odisea semejante. La imagen del suceso
quedaría en las retinas de los vecinos igual que el esfuerzo por salvarlos. La
mayoría de los que viajaban en la patera no sabían nadar. El miedo lo traían
dibujado en sus caras después de la calamitosa travesía nocturna. Ni siquiera
las últimas millas de la jornada a pleno sol les disipó el terror que
destilaban sus miradas.
La naturaleza no puso de su parte ni un
ápice de suerte para culminar el final de una aventura maldita. La sucesión de
sueños creados y apilados en torres de
ilusión se desmoronó en breve, como las
torres de un castillo de arena. El extraño fenómeno marítimo, asombroso por su
virulencia, se presentó aquella tarde alarmando al poblado pescador y produjo el previsible desastre humano a pocas millas
de la costa. La embarcación rustica en la que venían zozobró, el mar embravecido
se tragaría sin tregua a los que en ella viajaban.
En este pueblo no
hay equipo de Salvamento Marítimo, sí un grupo de jóvenes del lugar que prestan servicio como voluntarios
de Cruz Roja en verano. Son chicos que estudian en invierno y cuando el pueblo
se llena de veraneantes, colaboran para que los intrépidos y atrevidos bañistas
no hagan demasiadas exhibiciones en los días de mala mar. Entre ellos Sergio,
hijo de Salvador y Paloma. Un chico de
22 años, alto, moreno, de ojos verdes como el mar en los días de primavera,
cuando la brisa cambia el color del piélago y cubre el horizonte de tonos de
esperanza. Esos días que se alargan a la espera del feliz estío.
Fue el otoño
oscuro de aquel día aciago el que quedará para siempre en la memoria del grupo
de voluntarios. Aquéllos que no dudaron en echarse al mar ante semejante
escena: gritos, brazos temblorosos,
rostros asustados, desencajados pidiendo auxilio.
Consiguieron
salvar de las agresivas aguas a dos mujeres y cuatro menores. Lo que nadie logró
comprender fue cómo Sergio, un nadador experimentado, se hundió mientras
buscaba cuerpos sin vida, quizás fue la extenuación del esfuerzo lo que lo dejó
sin energía. La mar se cobra tributos que no están establecidos por ninguna ley
humana. Sólo ella tiene su propia carta y nadie sabe cómo la aplica.
Sergio sacó a flote a muchas personas del
barco tratando de salvarles la vida cuando un golpe de mar lo sumergió en los
bajos de la zona. Todos los efectivos lo buscaron durante días, pero la
búsqueda fue infructuosa. Sus padres no se separaron de la orilla mientras que
duró el intenso rescate. Unos días
después se celebró el entierro oficial de la victimas. Un acto multitudinario,
todos los cuerpos de los emigrantes en sus féretros para su posterior repatriación, pero faltó uno, el
de Sergio. Se lo tragó la mar y en ella se quedó para siempre.
Ya han pasado
cinco años de este hecho tan doloroso y triste para todos. Los restos del chico
nunca aparecieron, ellos siguen viniendo cada treinta de noviembre. Las fotos
siguen en el álbum y el cuaderno de espiral verde quedó inacabado, porque allí
Sergio escribía versos mientras hacía turnos de guardia en el punto de
salvamento durante los veranos.
Para sus padres
era Cala Fría la cala más fotografiada en
cada uno de los momentos del día, en cada una de las estaciones del año. Les
dejó el corazón roto y las manos vacías. Desde entonces se convirtió en la
instantánea más gélida de las emociones.
Autora del relato: Carmen Martínez Marín.
Fotografía: Carmen Martínez Marín.
A Carmen la podéis encontrar aquí.
4 comentarios:
Qué bonita historia Carmencica, qué bien la has narrado y cuanto dolor te deja en el corazón, las imágenes son tan vívidas que se te clavan en la retina.
Besos, aunque no he leído los demás, creo que este merecía un premio.
· Duro relato que propicia las suficientes dosis de reflexión. La sinrazón de esa emigración arriesgada, el heroísmo necesario...
Se necesitan muchos Sergios, aunque el precio sea insostenible.
Un gran relato, con una foto que encaja a la perfección.
Carmen, bien te mereces un premio. Felicidades
· un beso salado
CR· & ·LMA
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·
Gostei muito deste relato reflexivo e tão cheio de sentimento... parabéns à Carmen por tanta inspiração... que linda foto também...
Beijo carinhoso.
P.S. - Obrigada por suas palavras no Sedimentos.
Es un relato bien pautado, medido en sus párrafos, de frase corta, sin hipérbatos, fácil pues de leer y comprender.
La historia es muy interesante, está muy bien tratada y demuestra tu pericia en el tratamiento del relato breve.
Felicidades
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