El viento del poniente
peina la arena de Essaouira en Mogador. Y
zarandea a un hombre destrozado que fue un día un pescador. Tiene negra la
piel, la chilaba y el corazón.
Porque un día algo en
su vida de negro se lo tiñó. Y el hambre no deja de roer las entrañas. Por algo
que comer.
Hombre hambriento y
prematuramente viejo con chilaba añeja y raída. Gorro de lana y barbas de
chivo, surcos esculpidos en el rostro y mugre como compañera de viaje. La
mirada clavada en un lugar perdido. Para engañar el vientre suele meter la mano
en los platos de los que comen en las terrazas de las cantinas. Un puñado, una
patada en el culo. Una humillación más a cambio de otro bocado que llevarse a
la boca. La mendicidad infantil se está convirtiendo en una desesperante competencia
para él. Los chiquillos revoletean por todas las calles del centro pidiendo
alguna limosna.
No hay nada más humano
que luchar por vencer la propia suerte, excepto saberse vulnerable frente al
sino. No hay puerto sin hombres ni hay hombres sin destino. No hay hierro son
óxido ni estomago sin vacio.
Cuando las
desvencijadas barcazas despintadas llegan con el pescado, el arcaico puerto se
convierte en un hervidero: el séquito de gaviotas que anuncia con sus risas el
trajín de la descarga, la pelea por los precios en la lonja, los curiosos que
se acercan para mirar y las familias que esperan para llevarse el pescado y
descansar…. Descansar tranquilos un día más porque hoy tampoco fue el último y
la mar ha sido buena con la vida de los marineros. En el muelle, encima de
algún montón de redes, más de uno, derrotado por el trabajo, duerme bajo el
fuerte sol desnucado en una postura imposible. El océano y la madrugada les
ponen a dormir por la mañana, como si acumulasen cierto retardo en el tiempo de
los demás hombres.
En el agua flotan
plumas, plásticos y desperdicios del pescado que las mujeres limpian en la
rampa, mezclados con el gasoil derramado por los veteranos barcos de rancios
motores.
Los excrementos de
gaviota tapizan con su ácido manto las rocas, la muralla, los antiguos cañones
y el suelo de la villa. El hedor lo penetra todo pero no sorprende a nadie.
No hay niño sin sonrisa
ni sonrisa sin niño. Ni mendigo sin calle, ni calle sin un mendigo. A todos se
les va atrofiando el músculo risorio. El tiempo curte la piel tanto como la
inocencia. Los que fueron expulsados de la dura mar a la tierra, ocupan su
parcela en la que extender su minusvalía, su vejara o su miseria. Y el aire no
deja de morder. Con salitre todo lo pudre bien: los hierros, las madreas, las
rocas y los huesos. Engrasa la cara, apelmaza el pelo, las palabras y los
sentimientos, enturbia las miradas. Desdibuja el paisaje. Confunde a las
personas. Oculta la realidad y la transparencia de las almas
.
Nuestro hombre recuerda
aquellos otros días:
Seis horas pasaba como
seis minutos. Metido en el camarote era de noche y no lo sabía. La luz de la
luna llena entraba por el ojo de buey y atravesaba la trama del trapo que hacía
de cortina. Se colaba por las rendijas. Las sombras azuladas se movían con el
vaivén de las olas. Poco color. Las cosas tenían poco color, poco calor y todos
se habían acostumbrado a su olor.
Se acabó el descanso.
¡A faenar!
En aquella época
todavía le dejaban entrar en los bares del pueblo. Era incluso respetado. Solía
hablar con cierta grandilocuencia y los parroquianos le escuchaban con
atención:
-Somos agua. El ritual
del té en la mañana. El caldo de pescado del mediodía. La permanente faena a
remojo. Somos agua por dentro y por fuera. Millones de moléculas de agua que quieren
expandirse, separadas del cosmos por una fina capa de piel. Cada ola que
salpica, sube a bordo, nos baña y vuelve al mar se lleva algo de nosotros con
ella.
La vida en la mar era
muy intensa. Los días fuera de casa eran muchos. El hábito y la normalidad
hicieron que con el paso de los años no se hicieran tan largos. Conoció
mujeres, tuvo más hijos de los que supo y aprendió de culturas extrañas. Añoró
su cuna, su familia, su cuadrilla…. Pero a medida que la mar se apoderaba de su
vida, el desarraigo crecía dentro de él.
A bordo, tenía tiempo
para confesar a sus compañeros.
-Muero por dentro en
tierra. Algo vital se detiene.
Lo decía porque había
comprendido que el universo nos muestra el ritmo que domina todo: la mar, la
marea, el horizonte omnipresente que estimula nuestras posibilidades de existir
más allá, las fases lunares, el espacio sideral y sus estrellas, la fugaz y
leve espuma… Todo está envuelto por el mismo ritmo. Los sonidos, los
colores….Incluso la gama cromáticas se reparte ordenadamente, atendiendo a
minuciosas configuraciones estacionales, climáticas, horarios o a las leyes de
la perspectiva. Siempre es igual, aquí y allá. Todo es cíclico y todo fluye.
Todo se mueve y todo se repite. Aprendió a observar y a vivir con y de ese
ritmo cósmico.
Mientras, en tierra
firme, todo permanece estático, dominado por la cultura de hombres ciegos a las
leyes de la naturaleza, que se empeñaron en dominar el mundo a golpes de
racionalidad. Creyeron que ignorando el ritmo de las cosas podrían imponer el suyo
propio, con relojes, con calendarios, con horarios, con impotente conocimiento
científico como única forma de pensamiento válida.
Nuestro hombre, en la
mar había recuperado la unidad de los sentidos. Con ella, percibía el ser en la
totalidad, superando la formalidad de la analítica y de la construcción de la
realidad en base a objetos. Sabía que era más, Era miembro de un ente
holístico. Un ser trivial a la merced de las aguas, pero una nota más en el
inmenso ritmo de la naturaleza. Cada puesta de sol en el infinito del horizonte
le hacía sentirse por un instante eterno.
Varias veces se había
enrolado en el mismo mercante. Había pasado demasiadas campañas y suficientes
galernas cuando un día llegó a un puerto lejano del sur donde el barco hacía
escala. Ya había descubierto que tenía superado el miedo a morir. Todo empezó
en una taberna, rodeado de lobos de mar. Se sentó solo en una mesa del rincón
más oscuro, tiniebla por el denso humo de las pipas.
Una mujer joven se
acercó y pidió permiso para sentarse. “No soy prostituta”, dijo tratando de no
molestar. Desde la barra su chulo la vigilaba. Nuestro hombre expuso:
-Hay dos clases de
personas:-entonces, hizo una pausa buscando descaradamente la mirada de la
mujer a cuál de las dos pertenecía ella- Las que creen que nuestro planeta es
un trozo redondo de tierra cubierta en parte de agua y las que saben que
nuestro planeta es una esfera de agua con algunas partes de tierra.
La mujer se quedó
descolocada por la reflexión. Esperaba la típica conversación sobre el nombre
de cada uno, el estado civil y las ganas de irse pronto juntos a la cama.
Sintió confusión, atracción y curiosidad. Hablaron un rato y comprendió que le
quería conocer de verdad. Su simpatía y falta de barreras en el trato le hacía
creer que ya le conociese de antes.
La rutina de alquilar
su cuerpo le aletargaba. Solo en momentos como ése, cuando encontraba un
personaje diferente al resto de extranjeros borrachos que solían parar por
allí, veía un destello, la pequeña luz que dejaba adivinar una vida más allá
del tedio carnal.
Después de unas cuantas
consumiciones, ambos salieron juntos. La mujer disponía de una habitación en
otro edificio de la misma calle. El hombre de la barra salió tras ellos. Luego
se quedó en el portal, mientras la improvisada pareja subía las escaleras.
“Pasa y ponte cómodo”.
Después de esas palabras tuvo lugar una extraordinaria relación sexual, en la
que los dos cuerpos se hicieron una sola carne y un mismo respirar. Nunca
ninguno de los dos había sentido nada semejante con otro nadie. Juntos se
habían reencontrado a sí mismos. Se habían realizado como seres humanos y el
sexo trascendió la carne para alcanzar cotas más elevadas, hasta un nivel de
consciencia superior. Al finalizar, él sacó su cartera y ella insistió en que invitabas
la casa. Agradecimiento recíproco.
Antes de volver a la
calle se despidieron. Le contó que aquella era la casa de su madre, que había
muerto de sífilis, y que el hombre que la seguía todo el rato era su hermano.
Tenían más hermanas y otro hermano. Todos se dedicaban al oficio familiar.
Cuando la mujer joven
salió del portal, nuestro hombre ya caminaba lejos calle abajo. El hermano
exigió el dinero. Ella le negó que lo tuviese. El ruido de la pelea que tuvo
lugar a continuación hizo detenerse al marino para volver la vista atrás.
Volvió apresurado tras sus pasos para defender a la mujer.
Lo último que podía
recordar después fue que golpeó con todas sus fuerzas al proxeneta, intentando
salvar a aquella pobre chica que le había hecho sentirse tan especial. Le dio
un puñetazo que le hizo caer de espaldas, golpeándose fatalmente la cabeza con
el bordillo de la acera. Una hemorragia enmarcó en el suelo la silueta de su
cuerpo inerte y todavía caliente. De su mano se desprendió un monedero abierto,
el mismo con el que reclamaba el dinero a su hermana. Algunas monedas pequeñas
salieron desparramadas. Y una foto.
“En la foto la reconocí
enseguida. Si, no había duda. Era ella. No era la misma foto que me acompañaba
a mi desde hacía dos décadas. Pero era la misma mujer, ¿Cómo podía tenerla este
tipo? Era ella, no había duda. La había mirado tantas veces en la soledad del
barco, recordando la mejor compañera de cama que en mi vida de marino pude
encontrar… hasta ese día. Estaba un poco más mayor, pero sus ojos no habían
cambiado. La misma expresión de entrega y dulzura. En el revés de la foto
encontré la solución. Escritas con una caligrafía temblorosa, estaban estas
palabras: Tu madre que te querrá
siempre”.
Nuestro hombre salió
corriendo hacia el puerto. Subió a su barco. Y enloqueció para siempre. Dicen
que solo repetía una y otra vez:”Lo
último que conoce el pez es el agua; Lo último que conoce el pez es el
agua….”.
Un hombre destrozado
que fue un día un pescador.
AUTOR DEL RELATO: Pablo Rodríguez Aguirresarobe