Esperanza Rivera está pasando unos días en un balneario cerca de Portugal. Tiene 79 años, tres hijos y el recuerdo de un marido, Juan Traba Trillo, al que no ha vuelto a ver desde hace 50 años. Soledad Fernández vive en Fisterra, es esposa, hija, nieta, hermana y madre de marineros. No sabe nada de su padre, Juan Fernández Marcote, desde que tenía 5 años. Leoncio Domínguez, de 64 años, está jubilado. Junto a sus padres ayudó a criar a sus cuatro sobrinos. Eran los hijos de Agustín Rivas Domínguez, que fue apartado por el mar de su familia cuando su mujer, Dolores, estaba embarazada de Juan, que regenta un negocio de hostelería en Fisterra.
La vida cambió radicalmente para once familias de Fisterra una fría mañana de lunes. El Bonito , un palangrero de 8 toneladas construido 1945, no volvió a puerto. Se le esperaba sobre las tres de la tarde. De eso hace casi 50 años y la información sobre la tragedia sigue siendo la misma. Nadie ha podido arrojar luz sobre qué le ocurrió al barco.
Ese día hacía mal tiempo y muchos decidieron quedarse en casa. No lo hizo el Bonito , patroneado por Ramón Trillo Lizancos. En Fisterra creen que probablemente se hundió en un bajo llamado Gurgullo, al oeste del Cabo da Nave, donde el día anterior había conseguido buenas capturas. Sin embargo, nunca se encontró nada que probara esas conjeturas.
Funeral
En el cementerio de Fisterra faltan once tumbas. No hubo entierros, pero sí un funeral oficiado por el cardenal Fernando Quiroga Palacios, en el que estuvo el Gobernador Civil de la provincia, Evaristo Martín Freire.
Eso no consoló a las viudas, las madres y los más de 30 huérfanos, muchos de los cuales fueron enviados a los colegios de Sada, ellas, y San Lúcar de Barrameda (Cádiz), ellos. Otros, como Daniel Fernández López, o Juan Rivas Domínguez, nacieron después de la tragedia.
El recuerdo de los náufragos del Bonito está en la mente de los familiares y en la memoria colectiva del pueblo de Fisterra, pero nada hay que rememore físicamente a los 11 hombres atrapados por el mar. Han tenido que pasar 50 años para que las víctimas obtengan algún tipo de reconocimiento. Ni en el cementerio tuvieron un espacio.
Esperanza Rivera explica que las viudas estuvieron muchos años utilizando el cruceiro que había en el centro del camposanto para llorar a sus difuntos en el aniversario del naufragio. Llevaban flores y fotografías, pero un día el párroco, Luciano Moreira, decidió eliminar el sencillo monumento para construir más nichos e hizo desaparecer la única referencia tangible de los once marineros.
El Concello y la cofradía de Fisterra quieren rendir un homenaje a los desaparecidos y ya han anunciado que una placa llevará los nombres de Ramón Trillo Lizancos, Juan Fernández Marcote, Fidel López Traba, Manuel Rivera Calo, Juan Lago Domínguez, Ramón Lago Domínguez, Francisco Santamaría Canosa, Juan López Domínguez, Juan Traba Trillo, Agustín Rivas Domínguez y Manuel López López.
Pero quizá en quien haya que pensar realmente es en Esperanza Rivera, Dolores Domínguez, Manuela Castreje y todas las demás viudas que, con enorme esfuerzo, fueron capaces de sacar adelante a sus hijos o en esos hombres y mujeres que no llegaron a conocer a sus padres o de los que guardan un muy vago recuerdo.
La vida fue muy dura para las mujeres de los desaparecidos. La mayor parte tuvieron que emigrar y las que no pudieron hacerlo también se deslomaron para sacar adelante a su prole con los 3 euros mensuales que les quedaron de pensión de viudedad y por los 60 céntimos que le correspondió a cada uno de los huérfanos.
Esperanza se fue a Alemania. Trabajó en Telefunken y en Volkswagen y después de un breve paso por España fue a Suiza, donde estuvo 9 años de camarera de habitación. Además se ocupó de su suegra durante 42 años, hasta su muerte, porque su marido era hijo único. Cuando quedó viuda a los 29, María José tenía 7, Juan Carlos, 4, y Julieta, 6 meses. Durante mucho tiempo los vio solo dos veces al año, pero está orgullosa de que los tres tengan trabajo. La mayor es asistente social, el mediano es profesor y la pequeña se licenció en matemáticas y química. A pesar de ello reconoce que durante mucho tiempo «estaba siempre triste».
En el naufragio ella también perdió a su hermano Manuel Rivera, el marido de Manuela Castreje. Lo último que le pidió a su madre, que vivía en la puerta de al lado, fue un poco de caldo para la cena. Ese es el último recuerdo que de él tiene Ernesto Rivera, que entonces era un niño de 6 años.
Manuela Castreje también estaba embarazada cuando ocurrió la tragedia.
Para estas mujeres quizá lo peor, al margen de tener que separarse de sus hijos para ganarse la vida, es «no tener derecho a muerte, ni cadáveres ni nada», dice Esperanza. Al cabo de los años lo que queda es la falta de un lugar «en el que llorarles». Ahora quizá lo tendrán, pero la herida seguirá abierta porque son demasiados aniversarios sin poder consolarse con flores.
Dolores Domínguez estuvo sirviendo en Francia. Su hijo mayor vive en Fisterra y no está bien de salud. El pequeño no llegó a ver más que una fotografía de su padre y las chicas una está en A Coruña y la otra se casó con un ginecólogo de madre viguesa y padre puertorriqueño y viven en esa isla. Allí, al sol del Caribe, pasará las Navidades Dolores.
Josefa López, esposa del motorista Juan Fernández Marcote, falleció en el 2000. Tuvo a su quinto y último hijo en septiembre de 1960, ocho meses después del accidente. En su casa entraban solo 6 euros al mes, por lo que tuvo que apoyarse en su madre y salir a vender pescado mientras algunos de sus niños estaban internos.
La vida cambió radicalmente para once familias de Fisterra una fría mañana de lunes. El Bonito , un palangrero de 8 toneladas construido 1945, no volvió a puerto. Se le esperaba sobre las tres de la tarde. De eso hace casi 50 años y la información sobre la tragedia sigue siendo la misma. Nadie ha podido arrojar luz sobre qué le ocurrió al barco.
Ese día hacía mal tiempo y muchos decidieron quedarse en casa. No lo hizo el Bonito , patroneado por Ramón Trillo Lizancos. En Fisterra creen que probablemente se hundió en un bajo llamado Gurgullo, al oeste del Cabo da Nave, donde el día anterior había conseguido buenas capturas. Sin embargo, nunca se encontró nada que probara esas conjeturas.
Funeral
En el cementerio de Fisterra faltan once tumbas. No hubo entierros, pero sí un funeral oficiado por el cardenal Fernando Quiroga Palacios, en el que estuvo el Gobernador Civil de la provincia, Evaristo Martín Freire.
Eso no consoló a las viudas, las madres y los más de 30 huérfanos, muchos de los cuales fueron enviados a los colegios de Sada, ellas, y San Lúcar de Barrameda (Cádiz), ellos. Otros, como Daniel Fernández López, o Juan Rivas Domínguez, nacieron después de la tragedia.
El recuerdo de los náufragos del Bonito está en la mente de los familiares y en la memoria colectiva del pueblo de Fisterra, pero nada hay que rememore físicamente a los 11 hombres atrapados por el mar. Han tenido que pasar 50 años para que las víctimas obtengan algún tipo de reconocimiento. Ni en el cementerio tuvieron un espacio.
Esperanza Rivera explica que las viudas estuvieron muchos años utilizando el cruceiro que había en el centro del camposanto para llorar a sus difuntos en el aniversario del naufragio. Llevaban flores y fotografías, pero un día el párroco, Luciano Moreira, decidió eliminar el sencillo monumento para construir más nichos e hizo desaparecer la única referencia tangible de los once marineros.
El Concello y la cofradía de Fisterra quieren rendir un homenaje a los desaparecidos y ya han anunciado que una placa llevará los nombres de Ramón Trillo Lizancos, Juan Fernández Marcote, Fidel López Traba, Manuel Rivera Calo, Juan Lago Domínguez, Ramón Lago Domínguez, Francisco Santamaría Canosa, Juan López Domínguez, Juan Traba Trillo, Agustín Rivas Domínguez y Manuel López López.
Pero quizá en quien haya que pensar realmente es en Esperanza Rivera, Dolores Domínguez, Manuela Castreje y todas las demás viudas que, con enorme esfuerzo, fueron capaces de sacar adelante a sus hijos o en esos hombres y mujeres que no llegaron a conocer a sus padres o de los que guardan un muy vago recuerdo.
La vida fue muy dura para las mujeres de los desaparecidos. La mayor parte tuvieron que emigrar y las que no pudieron hacerlo también se deslomaron para sacar adelante a su prole con los 3 euros mensuales que les quedaron de pensión de viudedad y por los 60 céntimos que le correspondió a cada uno de los huérfanos.
Esperanza se fue a Alemania. Trabajó en Telefunken y en Volkswagen y después de un breve paso por España fue a Suiza, donde estuvo 9 años de camarera de habitación. Además se ocupó de su suegra durante 42 años, hasta su muerte, porque su marido era hijo único. Cuando quedó viuda a los 29, María José tenía 7, Juan Carlos, 4, y Julieta, 6 meses. Durante mucho tiempo los vio solo dos veces al año, pero está orgullosa de que los tres tengan trabajo. La mayor es asistente social, el mediano es profesor y la pequeña se licenció en matemáticas y química. A pesar de ello reconoce que durante mucho tiempo «estaba siempre triste».
En el naufragio ella también perdió a su hermano Manuel Rivera, el marido de Manuela Castreje. Lo último que le pidió a su madre, que vivía en la puerta de al lado, fue un poco de caldo para la cena. Ese es el último recuerdo que de él tiene Ernesto Rivera, que entonces era un niño de 6 años.
Manuela Castreje también estaba embarazada cuando ocurrió la tragedia.
Para estas mujeres quizá lo peor, al margen de tener que separarse de sus hijos para ganarse la vida, es «no tener derecho a muerte, ni cadáveres ni nada», dice Esperanza. Al cabo de los años lo que queda es la falta de un lugar «en el que llorarles». Ahora quizá lo tendrán, pero la herida seguirá abierta porque son demasiados aniversarios sin poder consolarse con flores.
Dolores Domínguez estuvo sirviendo en Francia. Su hijo mayor vive en Fisterra y no está bien de salud. El pequeño no llegó a ver más que una fotografía de su padre y las chicas una está en A Coruña y la otra se casó con un ginecólogo de madre viguesa y padre puertorriqueño y viven en esa isla. Allí, al sol del Caribe, pasará las Navidades Dolores.
Josefa López, esposa del motorista Juan Fernández Marcote, falleció en el 2000. Tuvo a su quinto y último hijo en septiembre de 1960, ocho meses después del accidente. En su casa entraban solo 6 euros al mes, por lo que tuvo que apoyarse en su madre y salir a vender pescado mientras algunos de sus niños estaban internos.
Fuente: La Voz de Galicia