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Había
aprendido que nunca dos olas eran exactamente iguales.
Vienen de tan
lejos que cada cual arrastra su propia historia, su
propio
carácter.
En eso se
parecía a las personas.
Cada día ella
se acercaba hasta aquel lugar, a mirar el mar. En ese
sitio concreto,
un penacho de roca entre los prados color verde
tamizado en
niebla.
Apenas un
acantilado, pocos metros por encima del nivel del agua.
Allí iba ella
justo antes de ponerse el sol. A veces, si la tarde se
disfrazaba de
nubes y la cara se te mojaba nada más salir de casa,
tapaba los
hombros con un chubasquero marrón, poco llamativo,
y volvía a su
sitio. Solo dejaba de hacerlo cuando realmente el
cielo discutía
con el océano a gritos, y las gotas eran tan grandes
que parecían
lágrimas de historias que aun nadie había contado
del todo.
Pero si eso no
pasaba....la mujer acudía.
A veces el mar
la calmaba, porque tenia el color verdoso de sus
ojos recién
despertada, y entonces era como si una mano amable
se la metiera
dentro y la meciese, poco a poco. Pero otras veces
no, otras veces
el agua se disfrazaba del color de sus ojos cuando
tenia
pesadillas, con un tono grisáceo feo y tristón, y entonces a
ella se le
encogía un poquito el pecho, y tardaba horas en
recuperar la
paz.
Hacía ya
tiempo que había dejado de sentirse joven y ahora se le
asomaban
arrugas alrededor de los ojos cuando pensaba
intensamente en
algo. O cuando olvidaba todo y se acordaba de
sonreír. Y
fingía, a veces, no saber desde cuándo iba cada día a
observar el
horizonte a aquel lugar tan extraño, y entonces se le
ponían aun más
arruguitas en el rostro, y estaba tan preciosa que
daban ganas de
mirarla toda la vida. Pero eso sólo pasaba a veces.
La mayoría de
los días se limitaba a sentarse allí, en aquella
pequeña roca
con aristas que se le clavaban en la carne, y
observar la
mar. El vaivén de las olas. La espuma blanca contra la
costa. En
ocasiones el salpicar de viento que llega un par de
segundos
después. El horizonte, sobre todo el horizonte. Y su
rostro estaba
inmóvil, sin expresar emoción alguna. Un rostro que
era piedra
sobre piedra, con pupilas de sueño arrinconado. Sin
hacer el menor
gesto, los labios muy apretados, las manos
cerradas y los
brazos encogidos sobre ella misma, como si
quisiera
abrazarse, como si en realidad lo estuviera haciendo.
Cada tarde,
hasta justo antes de que anocheciera. Cuando el sol
empezaba a
declinar, se levantaba, estiraba las piernas atenazadas
por la postura,
y se marchaba a casa. Jamás miraba atrás, un
última vista
al océano. Jamás. Y el resto del día parecía vestirse
de espera para
volver a aquel sitio. Siempre en silencio.
Y todos los
amaneceres acababan por parecer iguales.
Por entre los
bajíos del acantilado, allí donde se quedaban a veces
enganchadas
algas y espumas de olas a medio olvidar, vio un día
algo extraño.
Era una tarde
como todas las demás, el sol lloraba un ratito y
después se
escondía entre las nubes, el viento lamía con saliva
salada sus
mejillas. Uno de esos días que, de tan similares,
parecen durar
meses. Solo que allí, entre las rocas, habia algo.
Se distinguía
por el color, un tono amarillento que destacaba entre
las rocas
grises y los recuerdos verdes. Parecía de pequeño tamaño
apenas más
grande que un puño, y, fuera lo que fuese, había sido
la mar quien lo
había llevado hasta allí. Delante de la mujer. Justo
en el sitio
donde ella miraba. Así que, como si fuera
responsabilidad
suya, se dispuso a bajar hasta la misma orilla del
mundo, y ver
qué era.
Nunca había
intentado descender por aquel acantilado, jamás
había sentido
ninguna necesidad. Esa tarde se dio cuenta de lo
complicado que
era, pese a los pocos metros, apoyar bien los pies
en cada
saliente sin resbalar con el verde o el negro. Con cuidado,
perdiendo casi
la noción del tiempo, consiguió llegar hasta un
asidero desde
el cuel pudo coger aquel objeto olvidado. Para ello
se tuvo que
inclinar sobre las aguas heladas, y, por unas cosas u
otras, tembló.
Incomoda como estaba, agarró el pequeño pecio
recuperado con
una mano, y sin prestarle atención volvió hasta su
roca, fuera del
alcance de aquel océano, un lugar conocida. Un
lugar seguro.
Cuando volvió
a sentarse en el espacio familiar de “su” peña
estaba
jadeando, y durante unos instantes cerró los párpados para
intentar
recuperar el aliento. Sólo cuando su pecho dejó de subir y
bajar
violentamente y las lucecitas se calmaron en el interior de
sus párpados
se acordó del objeto que apretaba en su mano
izquierda.
Ahora que lo
veía de cerca se daba cuenta que lo que había
recogido de
entre las aguas era un patito de goma, uno de esos
juguetes que
los niños meten en las bañeras. Los ojos estaban
completamente
borrados y el pico había perdido el tono naranja
típico. Además
apenas quedaba rastro ya de la pintura amarilla por
debajo de una
pequeña costra de algas verdosas, y el cuerpo,
arañado aquí
y allá, se había ido deformando poco a poco. Pero
no había
dudas, aquello era un patito de goma.
Lo acercó a su
rostro, y lo puso frente a las pupilas, mirándolo
fijamente.
Aquel juguete
flotaba, había llegado flotando de algún lugar que
nadie podría
averiguar. Ella lo pensó, pensó en el primer hogar de
aquel muñeco.
Pensó en las
manos que lo llevaron consigo a la hora del baño,
seguro que las
mismas que un día lo olvidaron en una playa, o lo
perdieron en
cualquier río.
Pensó en las
jornadas al mecer de las olas, en tempestades y
mediodías de
sol y sal. En el morder de las algas, el acariciar del
agua, el herir
de los acantilados.
Ella pensó,
sentada en aquel lugar donde pasaba su vivir, en el
tiempo que
podría llevar aquel juguete desdibujando navegando
por el océano.
Y, con esa idea en la mente, acercó la protuberancia
verdosa que
ayer quiso parecer un pico a su oído. Y cerró, con
mucha fuera,
los ojos.
Y entonces
escucha, o piensa que escucha, o siente que escucha,
qué más
da.....ella escucha, escucha una voz suave, que viene de
muy
lejos...escucha las palabras del pequeño objeto que sostiene
tan cerca de
si...que le dicen que él está bien, que nada le duele,
que todo es
tranquilo y los días son luminosos y nunca hace
demasiado
viento....escucha que la recuerda todo el tiempo, que la
echa de menos,
que añora el mesar de su pelo, el sabor de su piel...
que siempre
pensó que ella era lo mejor que la había pasado en la
vida.....
Y la mujer que
pasa sus tardes mirando la mar y que a veces tiene
arrugas en el
rostro aprieta muy fuerte el patito de goma contra su
mejilla, mojada
con agua espesa y salada.
Autor del relato:Marcos Pereda Herrera.
2 comentarios:
Emocionante relato... e delicado. Gostei muito.
Beijo carinhoso.
bonito y que invita a reflexionar. un abrazo
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