El Señor Antón “da Laxiña” fue marinero durante casi toda su vida. En sus últimos años, ya jubilado, solía pasar las tardes, cuando hacía bueno, sentado en un banco de piedra que estaba pegado en la pared del cobertizo al lado de su casa. Banco al que él llamaba socarronamente “El Confesionario” y tenía su buenas razones para haberle puesto aquel sonoro nombre, pues todos cuantos vecinos de la aldea pasaban cerca de allí, paraban siempre unos instantes a charlar con el viejo y él se preocupaba por las pequeñas o grandes cuitas que afligían a sus convecinos.
- ¿Que tal te va la “Xovenca” Luis?
- Va vieja Antón, cada vez da menos leche, no sé que voy hacer con ella.
- No te preocupes hombre, la vaca la pones en el carro, que si no sirve para dar leche...para ir a los prados a por hierba aún bien vale. Y a la leche échale agua, que los “pescos” de la villa no entienden y les sabrá igual a gloria bendita.
- Pues mirado así, sí que tiene usted razón. Buenos días señor Antón.
-Buenos días lleves, Luisiño.
Siempre tenía remedio para todo, tanto fuese para la vaca del Luis, como para las manos de la Aurora, que se quejaba de que cuanto le dolían de tanto azadón y tanta hoz.
-“Auroriña”, mi alhaja. Si quieres no padecer mas de tus manos tienes que mearle en ellas todas las mañanas hasta que se te curtan, que tienes las manos tan finas que asemejas una señorita de esas de ciudad que no tienen callos en las manos pero sí en otro sitio mas abajo. Nosotros allá en Terranova lo hacíamos a diario y mira aun que manos tengo.
- ¡Ay Antón! Que cosas dices hombre, eso es una porquería.
- ¡Hazme caso oh! Que sabe más el Demonio por viejo que por Diablo.
¡Porquería, sí que era!, pero Aurora a la mañana siguiente, en el cobertizo , hizo lo que le había dicho el viejo, ¡y bien que le fue!
Yo cada vez que iba a la aldea, como me quedaba de paso para casa de mi suegra, también pasaba por el “Confesionario”.
-¡Ay! “Leliño noso” Cada vez vienes menos por la aldea, me decía siempre como primer saludo.
- Ya bien sabe usted que no puedo señor Antón, que la mar me deja poco tiempo para todo.
-¡Bah! Los “pescos” siempre fuisteis un poco chiflados y muy holgazanes. Te quejas de que no te deja tiempo libre la mar y si hay una simple vela de viento, os quedáis en tierra amarrados por los cuernos. Si hubieses tenido que andar al bacalao como anduve yo por más de cuarenta y cinco años, ibas saber tú lo que es tener falta de tiempo… Yo venía a casa durante todos esos años solo con el tiempo justo de dejar preñada a Loliña y marchar de nuevo.
Cuando se cansaba de meterse conmigo, comenzaba a contarme sus historias de la mar.
-¡Yo tenía que haber muerto en la mar, Leliño! Después de tantos temporales vividos y tantos golpes de mar que he llevado, nunca pensé morirme de viejo y menos en la cama.
Una vez, -me seguía contando – estando a la altura de la Islas Azores, cuando íbamos de Vigo para pescar en los grandes bancos de Terranova, nos cogió un tremendo temporal de oeste...¡Estuvimos treinta y dos días a la capa!, de tal manera, que en vez de ir avante, vinimos empujados por el viento y la corriente de vuelta para España. Ya se veía Finisterre allá a lo lejos, y todos pensábamos que íbamos embarrancar en la costa, cuando de pronto se quedó calma.
-Pero Señor Antón, ¡eso es imposible!
-Me vas a decir tú a mí que no es así. ¿Acaso estabas tú a bordo?
Yo, ante argumentos de tanto peso...callaba y seguía escuchando, que siempre fui mejor escuchador que hablador.
-Bueno señor Antón, me voy que tengo que hacer un recado en casa de mi suegra.
- Vete luego, hijo mío. Saluda a Lela de mi parte y tú vete para la mar, holgazán. Que los “pescos” en tierra, nada más que sabéis estar en la taberna.
Durante muchos años “El Confesionario” fue parada obligatoria para mí en la aldea. Cada vez que me detenía allí, escuchaba siempre una nueva historia de los labios del viejo marinero.
Con el tiempo y con los años sus ojos se fueron apagando a causa de unas cataratas de las que nunca quiso operarse, hasta quedar ciego del todo; Pero su lengua continuaba bien ágil y su ironía tan fresca como a primera hora.
Un día al llegar de la mar, mi esposa me dijo que al señor Antón le diera la enfermedad esa tarde y que estaba pronto a morir. Fui la aldea, a su casa a despedirme de aquel hombre que luchaba en su lecho de muerte por sus últimos alientos de vida. Me acerqué a él, lo cogí de la mano y cuando al oírme supo que era yo, me dijo con un hilo de voz ...
¡Ay! “Leliño noso”, nunca pensé morir en la cama y de viejo. Llévame para la mar contigo por Dios, que no quiero morir como un cobarde!!!
Esa noche entregó su Alma á Dios nuestro Señor el señor “Antón da Laxiña”, y yo doy fe de que no lo hizo como un cobarde, aunque finase de viejo y en la cama...
jueves, 1 de abril de 2010
La pequeña historia del señor Antón
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2 comentarios:
tu relato me ha echo llorar, mi abuelo no era marinero era campesino y también tenía su banco, donde todos los lugareños que subian por el camino posaban sus posaderas y aceptaban de buen grado un vaso de agua o vino para poder seguir camino, en aquellos momentos contaban mil y na historias y yo nunca me cansaba de oirlas
Conmovedora historia, excelentemente narrada.
Enhorabuena.
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