sábado, 15 de septiembre de 2012

EL REPENSAR DEL AGUA

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Había aprendido que nunca dos olas eran exactamente iguales.
Vienen de tan lejos que cada cual arrastra su propia historia, su
propio carácter.

En eso se parecía a las personas.

Cada día ella se acercaba hasta aquel lugar, a mirar el mar. En ese
sitio concreto, un penacho de roca entre los prados color verde
tamizado en niebla.

Apenas un acantilado, pocos metros por encima del nivel del agua.

Allí iba ella justo antes de ponerse el sol. A veces, si la tarde se
disfrazaba de nubes y la cara se te mojaba nada más salir de casa,
tapaba los hombros con un chubasquero marrón, poco llamativo,
y volvía a su sitio. Solo dejaba de hacerlo cuando realmente el
cielo discutía con el océano a gritos, y las gotas eran tan grandes
que parecían lágrimas de historias que aun nadie había contado
del todo.

Pero si eso no pasaba....la mujer acudía.

A veces el mar la calmaba, porque tenia el color verdoso de sus
ojos recién despertada, y entonces era como si una mano amable
se la metiera dentro y la meciese, poco a poco. Pero otras veces
no, otras veces el agua se disfrazaba del color de sus ojos cuando
tenia pesadillas, con un tono grisáceo feo y tristón, y entonces a
ella se le encogía un poquito el pecho, y tardaba horas en
recuperar la paz.

Hacía ya tiempo que había dejado de sentirse joven y ahora se le
asomaban arrugas alrededor de los ojos cuando pensaba
intensamente en algo. O cuando olvidaba todo y se acordaba de
sonreír. Y fingía, a veces, no saber desde cuándo iba cada día a
observar el horizonte a aquel lugar tan extraño, y entonces se le
ponían aun más arruguitas en el rostro, y estaba tan preciosa que
daban ganas de mirarla toda la vida. Pero eso sólo pasaba a veces.

La mayoría de los días se limitaba a sentarse allí, en aquella
pequeña roca con aristas que se le clavaban en la carne, y
observar la mar. El vaivén de las olas. La espuma blanca contra la
costa. En ocasiones el salpicar de viento que llega un par de
segundos después. El horizonte, sobre todo el horizonte. Y su
rostro estaba inmóvil, sin expresar emoción alguna. Un rostro que
era piedra sobre piedra, con pupilas de sueño arrinconado. Sin
hacer el menor gesto, los labios muy apretados, las manos
cerradas y los brazos encogidos sobre ella misma, como si
quisiera abrazarse, como si en realidad lo estuviera haciendo.

Cada tarde, hasta justo antes de que anocheciera. Cuando el sol
empezaba a declinar, se levantaba, estiraba las piernas atenazadas
por la postura, y se marchaba a casa. Jamás miraba atrás, un
última vista al océano. Jamás. Y el resto del día parecía vestirse
de espera para volver a aquel sitio. Siempre en silencio.

Y todos los amaneceres acababan por parecer iguales.

Por entre los bajíos del acantilado, allí donde se quedaban a veces
enganchadas algas y espumas de olas a medio olvidar, vio un día
algo extraño.

Era una tarde como todas las demás, el sol lloraba un ratito y
después se escondía entre las nubes, el viento lamía con saliva
salada sus mejillas. Uno de esos días que, de tan similares,
parecen durar meses. Solo que allí, entre las rocas, habia algo.

Se distinguía por el color, un tono amarillento que destacaba entre
las rocas grises y los recuerdos verdes. Parecía de pequeño tamaño
apenas más grande que un puño, y, fuera lo que fuese, había sido
la mar quien lo había llevado hasta allí. Delante de la mujer. Justo
en el sitio donde ella miraba. Así que, como si fuera
responsabilidad suya, se dispuso a bajar hasta la misma orilla del
mundo, y ver qué era.

Nunca había intentado descender por aquel acantilado, jamás
había sentido ninguna necesidad. Esa tarde se dio cuenta de lo
complicado que era, pese a los pocos metros, apoyar bien los pies
en cada saliente sin resbalar con el verde o el negro. Con cuidado,
perdiendo casi la noción del tiempo, consiguió llegar hasta un
asidero desde el cuel pudo coger aquel objeto olvidado. Para ello
se tuvo que inclinar sobre las aguas heladas, y, por unas cosas u
otras, tembló. Incomoda como estaba, agarró el pequeño pecio
recuperado con una mano, y sin prestarle atención volvió hasta su
roca, fuera del alcance de aquel océano, un lugar conocida. Un
lugar seguro.

Cuando volvió a sentarse en el espacio familiar de “su” peña
estaba jadeando, y durante unos instantes cerró los párpados para
intentar recuperar el aliento. Sólo cuando su pecho dejó de subir y
bajar violentamente y las lucecitas se calmaron en el interior de
sus párpados se acordó del objeto que apretaba en su mano
izquierda.

Ahora que lo veía de cerca se daba cuenta que lo que había
recogido de entre las aguas era un patito de goma, uno de esos
juguetes que los niños meten en las bañeras. Los ojos estaban
completamente borrados y el pico había perdido el tono naranja
típico. Además apenas quedaba rastro ya de la pintura amarilla por
debajo de una pequeña costra de algas verdosas, y el cuerpo,
arañado aquí y allá, se había ido deformando poco a poco. Pero
no había dudas, aquello era un patito de goma.

Lo acercó a su rostro, y lo puso frente a las pupilas, mirándolo
fijamente.
Aquel juguete flotaba, había llegado flotando de algún lugar que
nadie podría averiguar. Ella lo pensó, pensó en el primer hogar de
aquel muñeco.

Pensó en las manos que lo llevaron consigo a la hora del baño,
seguro que las mismas que un día lo olvidaron en una playa, o lo
perdieron en cualquier río.

Pensó en las jornadas al mecer de las olas, en tempestades y
mediodías de sol y sal. En el morder de las algas, el acariciar del
agua, el herir de los acantilados.

Ella pensó, sentada en aquel lugar donde pasaba su vivir, en el
tiempo que podría llevar aquel juguete desdibujando navegando
por el océano. Y, con esa idea en la mente, acercó la protuberancia
verdosa que ayer quiso parecer un pico a su oído. Y cerró, con
mucha fuera, los ojos.

Y entonces escucha, o piensa que escucha, o siente que escucha,
qué más da.....ella escucha, escucha una voz suave, que viene de
muy lejos...escucha las palabras del pequeño objeto que sostiene
tan cerca de si...que le dicen que él está bien, que nada le duele,
que todo es tranquilo y los días son luminosos y nunca hace
demasiado viento....escucha que la recuerda todo el tiempo, que la
echa de menos, que añora el mesar de su pelo, el sabor de su piel...
que siempre pensó que ella era lo mejor que la había pasado en la
vida.....

Y la mujer que pasa sus tardes mirando la mar y que a veces tiene
arrugas en el rostro aprieta muy fuerte el patito de goma contra su
mejilla, mojada con agua espesa y salada.

Autor del relato:Marcos Pereda Herrera.

2 comentarios:

Teté M. Jorge dijo...

Emocionante relato... e delicado. Gostei muito.

Beijo carinhoso.

chus dijo...

bonito y que invita a reflexionar. un abrazo